PGV - Edición 380 - Miércoles, 20, julio, 2022 -" ¡ NO MÁS CÓLERA ! ¡ NO MÁS ODIO ! ...DISUELTA ESTÁ LA AUDIENCIA " - y más temas en PGV

 

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Sembremos con el ejemplo y la educación para la cultura ciudadana, en todas partes y en todos los  tiempos, semillas de respeto justo y mutuo, verdad, bondad y bien. Pronto, florecerá el trabajo honrado y pertinente para todos, generador de  la convivencia justa y dignificante en las familias y en la comunidades de la Tierra. PGV

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La bandera colombiana 

La bandera de la patria es Santa

flote en las manos que flotare; 
ora volviendo vencedora,
entre lluvia de flores
al son del himno que su gloria canta,
o de la adversa lid acaso vuelva...

¡De la patria la bandera es santa!

José Joaquín Ortiz 
(Colombiano)


FUENTE: https://twitter.com/GusAdolfoOrtiz/status/1457324587675435011

José Joaquín Ortiz

Escritor

Descripción

José Joaquín Ortiz Rojas fue un escritor y poeta colombiano. Era reconocido por su obra La bandera colombiana. Wikipedia
Nacimiento10 de julio de 1814, Tunja
Fallecimiento14 de febrero de 1892, Bogotá

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VEINTE DE JULIO, MUCHO MÁS QUE UN FLORERO

Miguel Camacho Perea, Miembro de la Academia de Historia del Valle dice: "La celebración de esta fecha memorable se había descuidado durante buena parte del siglo pasado y solamente el perínclito presidente de la república, Manuel Murillo Toro, antes del 20 de julio de 1872, firmó un decreto en el cual ordenaba a todos los estamentos gubernamentales de la República tomar las medidas convenientes para celebrar con la mayor pompa posible esta fecha que tiene significado definitivo en la conformación libre de nuestra patria. 

La historicidad es símbolo de grandeza, y esta unión en el tiempo eleva el espíritu en la consideración de la importancia de nuestra patria ante el mundo. 

Antes del 20 de julio de 1810 el ánimo de los granadinos venía en serio descontento con el gobierno virreinal. Autores de serios análisis de la realidad del gobierno chapetón celebraban juntas en la casa de don José Acevedo Gómez. La hija de Acevedo asistió a dichas reuniones y posteriormente describió lo que sigue":

Por: Alberto Ramos
20 de julio 1992 , 12:00 a. m.

El fogoso José María Carbonell quiere un golpe atrevido; Herrera y Vergara (caleño ilustre) aconseja una asonada ruidosa que intimidase a los gobernantes; Benítez quiere que se indague la opinión pública, y no falta quien aconseje un sangiento atentado. Se enteraron que los oidores chapetones Alba y Frías habían elaborado una lista de patriotas para castigar y la casa de Acevedo y Gómez estaba cuidadosamente custodiada. 
Entonces decidieron reunirse en el Observatorio Astronómico, dirigido por el sabio Francisco José de Caldas, quien asistía también a las juntas. Allí, se planeó la revolución, cuya iniciación no fue casual como se ha creído, sino hábilmente preparada. Era importante utilizar al pueblo de Santa Fé de Bogotá cuyo concurso se juzgaba necesario para contarrrestar el posible influjo de las milicias gubernamentales. 

Así, se reunieron Caldas, José Miguel Pey, alcalde ordinario; Camilo Torres, José de Acevedo y Gómez, Joaquín Camacho, Antonio Morales, este último fue quien urdió el plan. Se esperaba por los grandes señores criollos la llegada de don Antonio Villavicencio, enviado de España para tratar de arreglar los asuntos de América. 

Había entusiasmo por su conducta en Cartagena, donde apoyó las aspiraciones de los criollos y el populacho descaecido. Querían ofrecerle un gran banquete en casa de don Pantaleón Santamaría. No se necesitaba ningún florero. Pero Antonio Morales sugirió que el incidente para provocar al pueblo se promoviera en la tienda del chapetón José Gonzálo Llorente, quien se expresaba mal de los criollos. Si Llorente se negaba a prestar el florero lo atacarían. Se preparó al sabio Caldas para que pasara por la tienda y saludara a Gonzáles Llorente, Antonio Morales lo reprendería. Así sucedió. Y Morales las emprendió a puñetazos y garrotazos contra Gonzáles Llorente. 

El natural tumulto se presentó y los principales conjurados comenzaron a gritar están insultando a los americanos!. Queremos Junta!. Viva el cabildo abierto!. 

Entonces una multitud de tratantes, vivanderos, culebreros, indios de la sabana y gentes de todas clases sociales que acudían al mercado, la emprendieron contra el gobierno en furiosa manifestación. 

Al Virrey no le quedó otro recurso sino conceder el Cabildo Extraordinario pero no abierto. En ese cabildo los jefes patriotas convirtieron el extraordinario en abierto. Pero por desgracia, hacia la tres o cuatro de la tarde comenzaron a desbandarse los del populacho. José de Acevedo Gómez se debatía como un verdadero gran caudillo arengando a las gentes para que no se disolvieran. El tumulto iba mermando cuando apareció la verdadera gran figura del veinte: José María Carbonell. Allí estaba, arrogante en sus discursos, era un agitador nato. 

Se ocupaba después de su trabajo en ayudar a los desheredados de la fortuna y en ilustrar a las gentes de los barrios pobres en las ideas independentistas. Corrió casa por casa y reunió montoneras y avanzó hasta la plaza mayor. 

Con el apoyo de Carbonell, Acevedo y Gómez logró doblegar al Virrey y dar los candidatos para una Junta de Gobierno: José Miguel Pey, José Sanz Santamaría, Ignacio de Herrera y Vergara, Camilo Torres, y capitán Antonio Baraya. En la junta se distinguió el abogado caleño Herrera y Vergara. 

Como final del movimiento, hacia el amanecer del 21 se firmó el acta de Independencia.

PD: este texto fue recomendado hoy (20, julio, 2022) a PGV por el PhD y Escultor César Gustavo García Páez. 

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Una isla a la deriva

 

Por Eduardo Barajas Sandoval (*)

El abuso de la apelación “socialista” para encubrir dictaduras o dinastías familiares es una forma brutal de atentar contra la democracia. A todas luces será acomodaticia la idea de que solamente los miembros de una familia encarnan la capacidad de entender las necesidades y los problemas de una sociedad y tienen la potestad de decidir sobre su destino. La usurpación de la voluntad popular por esa vía no solamente es la negación de la libertad sino una forma de eliminarla. Está demostrado que ni siquiera la fuerza bruta de la represión puede mantener para siempre en el poder a un clan de privilegiados. El pueblo que soporte semejante modelo tiene que revisar la idea de su propia dignidad.

 En 2005, Mahinda Rajapaksa derrotó en las elecciones por la presidencia de la República Democrática Socialista de Sri Lanka a la presidente Chandrika Bandaranaike Kumaratunga. Concluía así la hegemonía de los Bandaranaike, que desde los años 60 del siglo pasado había jugado un papel muy importante en el gobierno de la isla. Entre otros, Sirimavo, la madre de Chandrika, había sido en 1960 la primera mujer gobernante del mundo y más tarde la inspiradora de la transformación de los restos del Ceilán británico en República Socialista, con la nacionalización de la banca, la educación, la industria, el comercio y la educación.

 El clan de reemplazo en el poder, esto es el de los Rajapaksa, fue el protagonista de la derrota militar de “Los Tigres de liberación del Elam Tamil”, que en 2009 puso fin a una guerra civil de 26 años, animada por la aspiración de la comunidad Tamil de contar con gobierno propio. A partir de entonces, los miembros de la familia creyeron contar con todas las “credenciales” para gobernar el país a su manera. El propio Mahinda fue presidente de 2005 a 2015, pero había sido Primer Ministro anteriormente y lo volvió a ser en 2018 y de 2019 a 2022. También fue Ministro de Finanzas de 2005 a 2015 y después de 2019 a 2021, y siempre fue miembro del parlamento. Gotabaya Rajapaksa, hermano menor de Mahinda, fue presidente de la república entre 2019 y 2022, pero antes había sido Secretario del Ministerio de Defensa, lugar clave en la conducción de la etapa terminal de la guerra, entre 2005 y 2015.

 Pero el asunto fue mucho más allá de los dos hermanos presidentes. Basil, Namal, Shiranthi, Chamal, Yoshita, Shasheendra, Manoj, Shamindra, Jayanthi y Bimalka, lo mismo que  muchos otros miembros de la familia Rajapaksa, jugaron en los últimos años algún papel importante en la vida pública y privada del país, ocupando ministerios clave y la presidencia del parlamento, con la consecuente danza de millones y manejo de corrientes de capital hacia bancos extranjeros. Tejido complejo que obligaba a los diplomáticos acreditados en Sri Lanka no sólo a volverse expertos en sus instituciones sino en el entramado del poder familiar.


Imagen: "Cerca de atlas Mapa de Sri Lanka, que anteriormente se conocía como Ceilán- fotografía de Stock Alamy" en alami.es - bajada para PGV

 Todo esto hasta que, la semana pasada, cuando inicialmente el Primer Ministro y expresidente y luego el presidente y ex primer ministro, salieron del país huyendo de una arremetida popular que invadió sus palacios oficiales y después quemó sus residencias, y las de otros miembros de la familia, además de destruir un museo organizado para conmemorar a la vista de todo el mundo las glorias y los lujos del clan. Atrás quedaron la admiración y el reconocimiento, al menos de la mayoría étnica singalesa, a los vencedores de la guerra civil. El manejo catastrófico de la economía bajo un régimen que pretendió siempre manejar las cosas por sus propias rutas, condujo sencillamente a la desgracia general.

 El gobierno se apresuró a culpar a la pandemia del Covid por la ignición de los descalabros, pues ahuyentó a los turistas que tradicionalmente proveían a la isla la mayor cantidad de recursos. A la pandemia se agregaron atentados terroristas que han sido reiterados en la historia del país. Pero si bien lo anterior es cierto, los desaciertos del modelo económico adoptado y las fallas de su manejo fueron ostensibles. El énfasis en la provisión de bienes importados y el poco estímulo del comercio exterior, todo eso a un ritmo sostenido desde el final de la guerra interna, acabaron con las divisas y las reservas disponibles. A lo cual se agregó la disminución de los ingresos estatales como consecuencia de importantes rebajas de impuestos. Las malas cosechas, fruto de la sustitución de insumos agrícolas importados por productos precarios y primitivos, vino a ser la corona de las tragedias, y obligó a la importación de alimentos que al final ya no había cómo pagar.

La quiebra de la economía produjo escasez de combustibles, comida y medicinas, y llevó desde abril a la gente a la calle a protestar y a pedir la salida del gobierno, obligado a cerrar servicios y pedir que la gente se quedara en casa, para nada, al tiempo que apeló a la represión, y a la movilización de sus huestes políticas para frenar la protesta. Todo esto mientras en el frente exterior la reputación del país quedó por el suelo y las famosas calificadoras de riesgo ahuyentaron la inversión extranjera. Bajo ese estado de cosas se produjo la salida de los Rajapaksa, que no arregla la tragedia que su gestión produjo en esa isla que han dejado a la deriva.

 El último acto de gobierno del presidente fugitivo fue el de llamar a Ranil Wickremesinghe y entregarle el timón de un estado prácticamente disuelto. Ranil ha sido una especie de “comodín” que ha ocupado diferentes ministerios al que llaman a actuar como bombero, que nunca ha podido terminar lo que comienza, y todo lo que pudo hacer fue pedirles a las fuerzas armadas que “hagan lo que sea para restaurar el orden”.

 Ahí están los acreedores y los prestamistas, los países del G7, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, todos tan detestados como indispensables cuando un país se ha salido del redil del funcionamiento de la economía internacional, viendo a ver cómo ayudan a Sri Lanka a salir de la catástrofe.

 Cualquiera que sea la sofisticación de la fórmula a la que lleguen, la nueva procesión ya se conoce: un país endeudado por generaciones, como fruto del experimento de un modelo económico descarriado y pretencioso, que de socialista democrático no tuvo sino el nombre, mientras se desarrollaba el festín de una sucesión de familias aferradas al poder, para rematar con el delirante impulso de los Rajapaksa, que lograron acapararlo todo en nombre de una voluntad popular inexistente y en beneficio propio.

 En eso va, sin rumbo, ese país productor de tés de aromas refinadas, donde en un templo de Kandy guardan un diente de Buda, llevado a Ceilán para esconderlo, y donde antes de la tragedia del nepotismo florecieron a lo largo de muchos años propuestas de poder popular. Proyectos democráticos que no se pudieron realizar, comenzando por la ineptitud para encontrar un modelo que incorpore adecuadamente a la minoría Tamil, marginada desde cuando el Imperio Británico llevó trabajadores de esa etnia desde el sur de la India a manejar las plantaciones de té, que reemplazarían una aventura cafetera que las plagas destruyeron.

Mientras políticos, acreedores y prestamistas, encuentran alguna fórmula para que ese país vuelva a ser viable, seguirá el espectáculo diario del deporte más barato y lleno de ilusiones del mundo, que se aprecia en Colombo desde el corredor externo del legendario Hotel Galle Face: el de los niños que en las tardes corren a armar sus “wickets” con palitos rústicos para llevar a cabo, con bates caseros, el ritual de decenas de juegos de críquet paralelos en la explanada contigua al malecón, hasta que anochece.

(*) Exembajador de Colombia. Director y moderador del Observatorio de actualidad Internacional de la U. del Rosario. Exrector Universitario. Decano y docente titular en U. del Rosario. Analista y escritor sobre temas de Relaciones internacionales, gobernanza y geopolítica.

FUENTES: El autor y https://www.elespectador.com/opinion/columnistas/eduardo-barajas-sandoval/una-isla-a-la-deriva/ EL ESPECTADOR 19  de  julio  de  2022

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Carta al nuevo ministro de Educación (*)

La idea que aumentar el gasto va a mejorar la calidad no tiene sustento en los datos. Esto implica que los recursos (suficientes) no están llegando donde se necesita, no están llegando para las cosas que se necesita, y están llegando a puntos donde existe una alta ineficiencia. Análisis.

Felipe Barrera-Osorio*, especial para El Espectador

Alejandro Gaviria, designado nuevo ministro de Educación del gobierno de Gustavo Petro. / EFE - Foto: AFP - DANIEL MUNOZ

Estimado ministro.

Tiene una tarea inmensa entre manos. No lo envidio. Yo llevo pensando en el tema de educación desde hace ya dos décadas, y sé la complejidad del reto. Mi objetivo desde la academia –como usted bien sabe, soy profesor en una universidad de Estados Unidos– es poder dar ideas que ayuden en la búsqueda de soluciones. Y por eso esta carta, un poco larga, pero cargada de buenas intenciones.

Comienzo con algo obvio. Las columnas de opinión de los últimos 20 años tienen un consenso claro: la calidad de la educación en Colombia es baja y desigual por ingreso y por regiones. Casi una verdad de Perogrullo. Ese consenso contrasta con la pobreza de las soluciones al problema. La solución favorita de varios expertos y políticos es proponer aumentar el gasto en educación.

Acá bastaría mostrar dos datos. Primero, al inicio de los ochenta, el gasto en educación como porcentaje del PIB estaba por debajo del 2 %. El gasto aumentó en forma radical en las cuatro décadas, y se ubica aproximadamente en 4.5 %. El promedio de los países de ingresos medianos es 4 %.

Segundo, todas las medidas que se tienen de aprendizaje –que es una aproximación a “calidad” de educación– muestran, en el mejor de los casos, estancamiento en un nivel bajo. Otra vez, un simple dato es diciente: el promedio de Colombia en las pruebas PISA de 2018 –el mejor termómetro de la educación– es alrededor de 375 puntos, mientras que el promedio de los otros países de la OECD es cercano a 500 puntos. El 25 % de los mejores estudiantes del país tiene un promedio cercano a 450 puntos, muy similar al promedio de los 25 % peores estudiantes de la OECD. Los datos de Saber 11 muestran lo mismo: estancamiento en un nivel bajo de aprendizaje.

En resumen, el gasto en educación aumentó de forma sustancial en los últimos treinta años, con un nivel “adecuado” actualmente. Sin embargo, los resultados del gran esfuerzo en gasto no conllevaron ganancias en calidad. La idea que aumentar el gasto va a mejorar la calidad no tiene sustento en los datos. De pronto en el colectivo de la gente y en el discurso simplista de los políticos. Pero no en la realidad.

(Quizás quiera leer: ¿Cuáles son las prioridades en la educación colombiana?, esto dicen algunos expertos)

Un diagnóstico un poco más profundo de la realidad en educación es que estamos en un equilibrio estable negativo. Por un lado, existe una gran dispersión en la calidad del sistema. Personas de bajos ingresos atendiendo colegios de baja calidad, en una gran proporción colegios públicos, y personas de altos ingresos atendiendo colegios privados de buena calidad. La segregación del sistema—la inequidad en la distribución de recursos—es el otro lado de la moneda de baja calidad. Esto implica que los recursos (suficientes) no están llegando donde se necesita, no están llegando para las cosas que se necesita, y están llegando a puntos donde existe una alta ineficiencia.

95 % de los recursos del sistema general de participación (SGP) va a pago de maestros y el resto al algo llamado inversión en calidad, que es básicamente inversión en mantenimiento de infraestructura. Los municipios invierten recursos propios en capacitación docente con el objetivo de aumentar calidad. Acá, estimado ministro, voy a decir dos cosas fuertes. La calidad de un sistema educativo pasa por la calidad de los profesores. Solo existe una conclusión necesaria ante la realidad de baja calidad del sistema colombiano. Como diría Juan Gabriel, “lo que se ve no se pregunta”. Lo segundo obvio es que el problema radica en dos puntos: las personas que se lanzan a ser profesores no son los mejores de la tierrita; y, más problemático aun, reciben una formación precaria. Los profesores en Colombia tienen una profesión muy difícil, bajo condiciones muy difíciles. Pero en vez de recibir instrumentos de contenido y de pedagogía cuando están cursando la carrera docente, el típico maestro sale con mucho contenido de “filosofía de la educación”, y sobre la importancia de la educación. Mucho Freire y poca pedagogía. Mucho Piaget y poco contenido.

Y acá va otro problema, querido ministro. Por un lado, sería clave proponer un sistema de entrada exigente a la profesión docente, con exámenes exigentes de entrada y salida en las pedagógicas. Con una capacitación de alta calidad en pedagogía y contenido. Y con mecanismos de observación del maestro en clase para seleccionar a los mejores y ayudar en mejor pedagogía cuando es posible, y salir de los que no son buenos maestros. Por el otro, una vez realizada esta reforma fundamental, remunerar y reconocer a los maestros de forma consistente con un buen sistema educativo. Lo complicado es que Fecode, el sindicato de maestros, no está interesado en la calidad del sistema, y sí esta muy interesado en el pago. Sí: sería importante pagarles bien a los maestros. Pero a los buenos maestros. Y al sindicato de maestros, Fecode, lo único que le interesa es aumentar la remuneración, y no discute el problema de la calidad de maestros.

Y acá uno con la idea de arriba: las propuestas de aumentos en el presupuesto de educación implícitamente implican pagarles más a maestros que no tienen cómo producir buena calidad de educación. Termino esta parte con una idea no muy popular (ah, afortunadamente yo nunca voy a ser ministro): la responsabilidad de Fecode en la crítica situación del sistema es inmensa. La responsabilidad es de Fecode, no de los maestros. El sistema les está fallando a los maestros. Y Fecode le está fallando al país (pero eso sí, funciona muy bien para su interés). Y una aclaración: en cualquier país serio, los sindicatos son instituciones indispensables. Pero en países serios, los sindicatos son serios: el sindicato de maestros de EE. UU. o de Finlandia trabaja el tema de calidad de forma importante.

(Le puede interesar: En Colombia 3 de cada 10 personas en edad escolar no están estudiando, ¿por qué?)

Así mismo, es complicado decir que la capacitación docente, tal como existe actualmente, puede subir la calidad del sistema. Muchos municipios invierten dinero en capacitación de corto plazo –tres, cinco días– por fuera del colegio, con los maestros reunidos en centros de convenciones u hoteles. Toda la evidencia que se tiene (y es mucha) es que este tipo de capacitación es altamente inefectiva. En términos simples: el problema de la falta de técnica pedagógica y de contenido no se soluciona con cursos descontextualizados de unos pocos días. El desarrollo profesional que sirve implica periodos largos de capacitación y programas intensivos de pares en el colegio donde un profesor sazonado y bueno está emparejado en el salón de clase con un profesor joven con alto potencial. Eso no está sucediendo en nuestro sistema.

Ante esta triste situación, ¿qué hacer? Ministro, acá quiero dar tres ideas gruesas. (Mi amigo Carlos Caballero repite una idea clave: un ministro se debería concentrar en máximo tres cosas. Los malos ministros son los que intentan hacer “todo”, haciendo un poquito de nada).

En primer lugar, ministro, es fundamental aumentar la inversión para educación temprana (0-5 años). Si salen nuevos recursos, por favor, métaselos todos ahí. Esto le ayuda al sistema de una forma fundamental: los menores que llegan a grado 1 ya traen consigo una dispersión inmensa en preparación, en habilidades, en intereses, en vocabulario, en función ejecutiva. Si uno puede emparejar la cancha ahí, antes de entrar al sistema, es posible que los maestros de primaria puedan hacer un mejor trabajo. Invertir en educación temprana ayuda a emparejar las oportunidades de los más necesitados. La propuesta es meterle una proporción importante de cualquier nuevo recurso a centros de atención infantil de buena calidad y a la capacitación de largo plazo docente en este nivel.

Segundo, y siguiendo con la misma idea, es posible hacer un salto importante en educación primaria: concentrarse en mejorar la educación fundacional de lectura y aritmética. Mejorar el “cimiento” de la educación. Volver a lo básico. La gente aprende a leer en primeros grados porque después lee para aprender en grados más altos. Que los niños aprendan a leer y escribir. Y acá la idea es simple: hacer currículos mucho menos complejos, y darles a los profesores guiones simples y con pasos muy concretos.

Adicionalmente, tener programas masivos de tutores que permitan enseñar al nivel de los estudiantes. La experiencia de Carvaja y de Luker a este respecto es tremendamente valiosa. La idea es simple: en un curso de primero de primaria, existe mucha dispersión en, por ejemplo, la habilidad de leer. Algunos estudiantes no pueden decodificar letras, otros están leyendo y entendiendo párrafos. El tutor puede concentrarse en los más atrasados, y hacer que peguen el brinco para empatar con los otros. Si solucionamos el problema de la lectura –por medio de guías súper concretas para profesores de grados 1 a 5– podríamos comenzar a solucionar el problema de secundaria debido a que el sistema tendría estudiantes mejor preparados.

(También puede leer: Cinco desafíos que enfrenta el nuevo gobierno en la educación básica)

La tercera idea es más temeraria y no es para los débiles de corazón. Vuelvo al problema de la segregación del sistema. Personas de hogares de bajos ingresos atendiendo colegios de baja calidad; personas de hogares de altos ingresos atendiendo colegios de alta calidad. ¿Como romper este equilibrio estable y totalmente pernicioso de segregación del sistema? Un camino extremo: decir que una proporción de cupos de los “buenos” colegios tiene que ir a las personas de bajos ingresos. Esto requiere que los colegios NO escojan a las personas de bajos ingresos que ingresarían al colegio, sino que existiera un sistema central que asigne los cupos. El Gobierno pagaría (total o parcialmente) la matrícula de estos alumnos.

Otro camino, mucho más simple pero también controversial, es la construcción de colegios públicos en sitios de fácil acceso para personas de diversos ingresos, otorgados en concesión a colegios/instituciones privadas de alta calidad. Serian colegios públicos de altísima calidad, donde cualquier persona, independientemente del ingreso, podría acceder a educación gratuita. Otra vez, con un sistema centralizado de asignación de cupos, y el Gobierno asignando una proporción de cupos a personas de bajos, medianos y altos ingresos en el mismo colegio. Adicionalmente, tener un sistema de colegios hermanos/as entre estos colegios y colegios públicos cercanos, donde se intercambien conocimiento de pedagogía y de contenido.

Así pues, estas tres ideas simples –inversión en educación temprana (0-5 años); simplificación de currículos, guías altamente prescriptivas y educación fundacional de lectura y aritmética (grados 1-5); y (esta si, un poco más difícil), inversión en colegios de concesión de alta calidad (grados 1-11)– pueden hacer el primer cambio para que el sistema comience a salir del equilibrio pernicioso en el que se encuentra.

Querido ministro: le deseo todo el éxito del mundo. Al fin y al cabo, en sus manos está el futuro de Colombia: nuestros menores.

Como siempre, con admiración,

Felipe Barrera-Osorio.

* Profesor asociado de Educación, Política y Economía, Universidad de Vanderbilt

FUENTE: https://www.elespectador.com/educacion/carta-al-nuevo-ministro-de-educacion/

PD: Este texto fue recomendado a PGV por el Ingeniero Orlando Flechas Corredor

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De: El sueño de las escalinatas (*)


Imagen: "Sueño escalinatas - Iberlibro" en iberlibro.com - bajada para PGV 


1

Como los lectores de libros sacros, los pregoneros de milagrerías y los loteadotes de paraísos y nirvanas, también yo he de sentarme de espaldas al Río, frente a las escalinatas plagadas de creyentes y obsedidas de dioses vivos y muertos; frente a los Templos de ladrillo y cobre en cuyas escamas la luz hierve y crepita; bajo los empinados Palacios en cuyas azoteas cunde la algarabía de los monos.

También yo he de llamar a los creyentes para que formen corro en torno mío, y me escuchen.

Pero no he de leerles milagros de dioses, ni hazañas de héroes, ni amores de príncipes, ni proverbios de sabios. Pues respondiendo a lo que viera el ojo, el duro brazo de la cólera arrebató el libro abierto sobre mis rodillas y lo destrozó contra el viento. Y ahora el viento dispersa sus hojas sobre el Río, como ahuyenta el huracán a una bandada de pájaros de mal agüero.

¡Ah! he repudiado el libro.

He abolido los libros.

Sólo quiero ahora la palabra viva e hiriente que, como piedra de honda, hienda los pechos y, como el vahoroso acero desenvainado, sepa hallar el camino de la sangre. Sólo quiero el grito que destroce la garganta, deje en el paladar sabor de entraña y calcine los labios profirientes. Sólo quiero el lenguaje del que se hace uso en las escalinatas.

Pues tengo el designo, ¡oh, creyentes!, de abrir audiencia aquí, sobre las escalinatas, de espaldas al Río, frente a los Templos y bajo los Palacios.

Designio de incoar un proceso —el vuestro—; de armar un alegato —el vuestro—; de reanudar, fomentar y dirimir la más antigua querella —la vuestra.

Apelo a vosotros, ¡creyentes! Necesito de vosotros y de todos los seres de condición contradicha.

He aquí, pues, mis citaciones a esta audiencia:

En primer término, cito a los hongos humanos que proliferan sobre las escalinatas o agonizan en ellas:

Esculturas vivientes, gesticulantes y gimientes que abren avenida hacia la abierta sala de nuestra audiencia:

El adolescente epiléptico que hace precipitar el ritmo de las plegarias con su alarido de entusiasmo y su bramar de espanto;

el enano que salmodia su irreparable mendicidad bajo el lujo su enorme turbante amarillo;

el paralítico que, con sus tablillas ambulatorias, remeda sobre la sorda piedra la invitación de las castañuelas a la danza;

la leprosa que, mendicante, púdica, coqueta, desesperada, exasperada, cierra o hace flotar el vuelo violeta de su manto sobre su desleída carne gris;

el niño que pone al sol los coágulos azulencos de sus ojos descompuestos;

el hermoso mozo mutilado por sus propios padres para que la muda y muda plegaria de sus muñones le garantice el pan de cada día;

el demente,
el sifilítico,
el idiota,
el varioloso,
el pianoso,
el tiñoso,
el sarnoso,
el caratoso,
el tuberculoso,
y toda la horda innumerable de los consuntos.

Que vengan aquí, que se acuclillen en primera fila, muy cerca de mí para que su yerta brasa haga borbollar las palabras en mi pecho hasta que broten de él lenguas de fuego.

Pues quiero desatar un gran incendio.

Doy luego precedencia en mis invitaciones a las gentes que viven un poco más allá de las escalinatas, detrás de los Templos y los Palacios:

las muchachas que acarrean las arenas y reciben en pago de su afán minúsculas hojuelas de estaño;
los vendedores de leños para las piras funerarias;
de tierras de colores para los tatuajes de la casta y el rito;
de rosarios de sándalo, nueces o vidriería, que amansan la ira e inoculan la resignación;
las niñas que venden guirnaldas para adornar las esquivas gargantas del Río;
las niñas que venden diminutas almadías de paja con dos velillas encendidas para ofrendar al Río;
los vendedores de tortillas;
los vendedores de especias;
los vendedores de hojas de betel;
los vendedores de buñuelos en que arraciman las abejas;
los vendedores de pájaros;
los vendedores de emplastos;
los vendedores de bálsamos y laxantes;
los vendedores de ceniza;
los vendedores de sal;
los vendedores de agua...

¡Oh delirante confusión de las cosas más nimias y necesarias! El comerciante cuenta en fracciones de céntimo sus ganancias y el comprador irrita su propia hambre con un puñadito de garbanzos o recontados granos de arroz.

Que abran el parque de los profetas y los dejen venir hasta mí, con sus salientes ojos alucinados, sus arremolinadas greñas, sus barbas cundidas de piojos y sus inciertas piernas de ebrios de Dios. Que los dejen llegar hasta nosotros, pues necesitamos su testimonio. Su demencia corrobora nuestra razón y sus palabras nuestro designio.

¡Crece, crece la audiencia! Hay ya silbos de llama en la brasa.

¡Que vengan también el herborista y el sacamuelas; el botero y el guía; el alfarero y el tejedor de mimbres; el astrólogo y el sastre; el homeópata y el acupuntista...

que vengan las mujeres que trituran las piedras al borde de las carreteras;
los ancianos que rasuran el vello amarillo de la tierra secana;
el niño tuerto que teje los saríes de púrpura y de oro;
los hombres que tiran de los carros cargados con grandes vasijas de gres;
los encantadores de serpientes;
los pastores adolescentes de jabalíes y búfalos;
los colectores de boñiga;
los cornacas;
los hombres que cuidan de los monos en los templos olorosos a orina y benjuí;
los remendones de babuchas;
los barberos que, en cuclillas, rasuran y tonsuran a sus clientes entre las ruedas locas de los rickshaws;
los mozos de tiro de los rickshaws;
los ganímedes de leche de coco;
los trenzadores de cuerdas;
los basureros y los recogedores de colillas;
los esquiladores y cardadores;
los camelleros y burreros;
los poceros y los pregoneros;
los estafetas y las plañideras;
la mujer que tuesta los garbanzos;
la que cuece el arroz;
la que sabe parar los flujos;
la que maquilla a la niña impúber;
la casamentera y la amortajadora;
los que baten el cobre y los que graban el cobre y los que nielan el cobre...
y los incineradores de cadáveres,
¡y las parteras de la miseria recién parida!

¡Oh lancinante algarabía de los humildes menesteres! Y de los bajos oficios. ¡Oh inacabable necesidad de las manos que ofrecen su trabajo! ¡Oh codicia fatal de las manos que reciben el trabajo!

¡Crece, crece la audiencia!

Que vengan todas las gentes de sudor y de pena de Benares, y que me den todas ellas su venia para citar a los campesinos rebeldes de Hayderabad;

a los artesanos maldicientes de Jaipur;
a los tasadores de basuras de Bombay;
a los pescadores acongojados de Madrás;
a los pastores de Cachemira;
a los choferes de Delhi;
a los tejedores del Deccan;
a los leñadores del Punjab;
a los colectores de cadáveres de Calcuta...

Que vengan todas las gentes de sudor y de pena de la India, pues plantearemos un gran pleito y fomentaremos una gran querella con su asentimiento y testimonio.

La audiencia es entre el Río y los Templos; sobre las escalinatas y bajo los Palacios. Sin esperar la tarde: bajo el colérico sol que denuncia hasta el hongo en la axila del notable.


2

Detrás está la ciudad: henchida, clueca, erizada de cúpulas, minaretes y terrazas, empollando sus muchos siglos; rumiando su pasado, tal una vaca bajo el bordoneo de los tábanos; pasando y repasando su rosario de lunas y de soles a la manera de un fakir encenizado; censando sus caudillos, sus khanes, emires, emperadores y gobernadores; empadronando sus hechiceros, sus brahmines, sus lamas, y sus imanes; haciendo balance de invasores y contabilidad de lenguas; recitando crónicas, anales y memorias de pestes, incendios, deslizamientos, inundaciones, terremotos, tifones, sequías, guerras y hambrunas; suputando sus muertos que descienden hacia el Río e inventariando sus recién nacidos que suben hacia el hambre.

En la confusión de los elementos —cuando el aire, el fuego, las aguas y la tierra eran todavía un común hervor—, surgió del légamo el lígam legatario y esparció su quemante esperma, confirmando las inciertas riberas, dando cauce al río y engendrando la ciudad.
Unas cuevas en las escarpadas orillas, unos montoncillos de adobes más arriba, tal fue su origen, su remoto comienzo. Y la necesidad rondando desde entonces, en torno, como ocelada fiera.

Su rumia secular le repite el sabor de los sudores iniciales, la quemadura de las primeras lágrimas; el hedor de las primeras negras sangres humeantes.

Fermentación bajo el sol altanero; proliferación sobre el humus del río. Y el infatigable conato del hombre por reproducir sus manos pedigüeñas y su boca insaciada. Y su precipitado corazón.

Indiferente al destino de sus criaturas, la ciudad adorna su gran cuerpo polvoriento con pulidos falos de piedra, de madera, de cobre, de hierro, de ladrillo, de oro… por su eterna herida supurando generaciones necesitadas.

¡Ah! Rumia la ciudad sus gemidos de parturienta permanente; ora pariendo fosos y murallas; ora pariendo mezquitas y pagodas; ora pariendo palacios y vanas tumbas. Toda cosa parida —hermosa, grandiosa, fabulosa— envuelta en la amarilla placenta del hambre.

Vientre cuyo flujo no reconoce tasa ni peaje, en el impudor de su celo milenario expele generaciones como vastas ovadas de renacuajos y pone esos huevos cósmicos bajo cuyo esculpido dombo se refugian los dioses y tratan de recalentar los hombres y la yerta metafísica del hambre.

A cada vuelta de siglo, se hacen más claras en el clamor de sus criaturas palabras, quejas, gemidos, gritos, alaridos de hambre y súplicas de justicia y de paz. Las siente en sus flancos como leves quemaduras, como fugaz prurito recurrente. Y se voltea sobre su propia desazón como una barcaza abandonada da tumbos sobre la ola contraria.

Sobre la rumia de la ciudad, el cielo azul, impasible, surcado por el vuelo místico de las apsaras y el vuelo escandaloso de las guacamayas.

Manan los hombres de la ciudad hacia el Río; se vierten por las escalinatas como una lava lenta y escabrosa; extraviado cada uno en un sobresaltado ensueño de viandas humeantes y divinos visajes.

Consolación de los colores: el inquieto, el incierto, el tímido descendimiento de la muchedumbre por las escalinatas, se afirma e ilumina con las rojas trenzas de un turbante, los pliegues de un manto amarillo, los visos de un sarí violeta, el breve vuelo de un velo verde y la azorada palpitación de un gran lienzo blanco entregado al mudo furor del viento.


3

Ya estáis aquí, creyentes, en torno mío, poblando las escalinatas. Y va a ser posible abrir la audiencia, pues otras gentes de vuestra misma condición contradicha han venido de todos los rumbos: ora por sobre las sobresaltadas praderas marítimas; ora traspasando las montañas en que tienen sede sabios, santos y otros semejantes fantasmas; ora por los polvorientos caminos que el árbol niim sombrea con sus ramas caritativas y sus hojas sanatorias.

¡Nombrarlos, enumerarlos! Cada nombre será una nueva brasa y cada número otra ira.

Que nuestra condición se muestre en toda la majestad de su horror.

¡Censar, censar es mi retórica!

Vedlos aquí: venidos de todo foco de infección, de todo hogar de miseria, de la ubicua sede de la necesidad:

De Nagasaki e Hiroshima y Okinawa las madres frustradas, los hombres mutilados y los campesinos desposeídos;

de las islas de Sonda los caucheros de quienes nadie recogió la leche de su fatiga ni la resina de sus huesos;

de Indonesia las víctimas de los remotos especuladores del estaño;

de Turquía los aldeanos que devoran a ras del suelo, en apresurada competencia con las bestias, las hierbas amargas;

del Irak los supervivientes de las matanzas de Basrah, de Habanieh y de las islas letales;

de Ceilán las víctimas de los avisados especuladores del arroz;

del Irán los rehenes de la guerra cruda del petróleo y los habitantes famélicos de las cuevas de la prestigiosa Teherán, so el miraje de los palacios: como aquí;

de Argelia los macilentos próceres que roen con sus dientes de coco las cadenas del cainita;

de Egipto los fellahs que perdieron en el turbión de los siglos el crédito de su angustia y el débito de su cólera;

de Kenya los kikuyus engañados por las grandes fábricas del saber occidental; los masai empenachados con su propia belleza, pero ampollados por la consunción; los mau-mau exorcizándose a sí mismos en tenebroso ensueño de ira y reconciliación;

de Sur África los míseros viejos negros sollozando sobre el destino de sus hijos terroristas y de sus hijas prostitutas…

¡Crece, crece la audiencia!

Pues también de la orgullosa península minúscula derivan hasta aquí nuestros semejantes;

de Francia, la bien garnida, los mineros silicosos, los recogedores de remolacha, los galanes sin techo, los ancianos que abren la espita del gas y escuchan la silbante canción del gas como final melodía de su desamparo; las maquilladas marionetas mecanizadas de la prostitución; los obreros roídos por las hormigas de los dividendos;

de la España bronca, los cosecheros de aceitunas de Andalucía, los vascos de sellada furia, los asturianos cosidos de recuerdos como de cicatrices: todos los españoles humillados y ofendidos;

de la imperial Britania, los lémures humanos de los slums londinenses; los labriegos que revientan de fatiga y de hambre sobre los terrones de Irlanda; las viejas que vendimian el vino de su embriaguez en lagares de esperanzas fallidas y mancillados recuerdos; los marinos que buscan en los siete mares el olvido del hogar ingrato, y todos los que, ruborosos, se dicen a sí mismos, como Charlot: no hay miseria comparable a la de Londres;

de la Italia azul y miel, las mondadoras de arroz que son mondadoras de sus propios sueños; los pastores de Calabria que apacientan la negra ira; los vidrieros vénetos que traspasan el agonizante fuego de sus venas a las cintilantes copas que saciarán a otros labios; las niñas negociadas de Nápoles; los carusi de Sicilia, precozmente corrompidos por la explotación y contrahechos por la opresión; las muchachas vergonzantes de Roma a las que encontrará la muerte más blancas y temblorosas que una hoja de papel, más yertas que el alba del desahucio, y toda la innumera emigración desesperada;

de Grecia, toda Grecia, la traicionada y vilipendiada: el devorante chancro de nuestros vicios, nuestra más secreta vergüenza.

¡Qué numerosa audiencia!

¡Qué tumultuosa audiencia!

Y aún crecerá la audiencia sobre las escalinatas. Pues no ha finido el censo.

Del quieto país de muchos lagos y volcanes de agua, han venido los guatemaltecos tratando de revivir entre sus manos desposeídas un quetzal malherido;

de México —leucémico, agonizante— han llegado los agraristas engañados, los guerrilleros vendidos, los revolucionarios frustrados, los sindicalistas abozalados: toda la gente mexicana como un erizado bosque en marcha de cactus;

de otras naciones del Caribe, blancos y negros, mestizos, mulatos, zambos y cuarterones han venido, alzados todos ellos contra la sangrienta demencia que sirve de Celestina a los rijosos patrones del azúcar y el banano;

de las gélidas mesetas en que el guanaco curiosea, han venido otras víctimas de los remotos especuladores del estaño;

de Venezuela la rica, la riquísima, la mil veces rica, —inesperado centro de musicalia, sede de la más audaz arquitectura, lonja de artistas, mecenas estrellado (¡oh antifaz, oh irrisión!)—, de Venezuela humeante de petróleo, husmeante de pan, azul de hierro, lívida de hambruna, centelleante de brillantes, mate de malaria, han venido millones de pobres venezolanos y los millares de sombras que toman aquí, entre nosotros, vacaciones de los penales, presidios, cárceles, penitenciarías y bóvedas, en que pagan el planteamiento de un pleito: ¡el vuestro, el nuestro!

Que cada palabra mía fuese ahora como piedra de cien filos: llave inmisericorde que abra y destroce todo corazón. O como dentellada de lobo que tiene prisa por llegar a las vísceras palpitantes de su presa. Pues mi propia pobre entraña está llagada y desnuda viendo llegar a las escalinatas la delegación de mi pueblo: mis hermanos, mi más inmediata semejanza.

Helos ahí, entre taciturnos y atónitos; doblegados bajo la lluvia de su propia sangre y con el guijarro de un “¿por qué?” en la garganta.

Entenados de una despótica familia de próceres; libertos de una vanidosa casta feudal; hijos putativos de las cadenas; ahijados de sus propios explotadores; pupilos de los grandes empresarios; mesnada de los advertidos filántropos del paternalismo; catecúmenos de la iglesia cesárea; hombres de leva bajo las banderas de la demagogia; hombres de presa bajo los uniformes del poder; hombres de pena bajo los grandes cuadros estadísticos que registran la proliferación cancerosa de los valores bursátiles.

La resaca de remotas perversiones llegó e hinchió, como ponzoñosa esponja, el corazón de toda aquella casta codiciosa y paternalista. La cruz gamada volteó en el espacio y siendo ya signo de infamia en los países liberados, se trocó en ídolo devorador en la tierra colombiana, mi dulce y tremenda tierra. Para enrodar a los humildes y corroborar a los poderosos.

La concupiscencia del poder, primero; la codicia luego, engendraron la crueldad y abonaron el crimen. Una y otro abortaron ese feto: el terror. Burundún-Burundá enseñoreado de siervos y patronos.

A espaldas del tartamudo locuaz, del vaquero venido a más cuando se consagró matarife, del sordo a lo que no fuera reteñir de monedas y de la bestia militar que tuvo tantas estrellas como pezuñas —a espaldas del multifacético Burundún—, los especuladores del platino, del petróleo, del café, del hierro, del uranio y del mismo cielo azul hicieron de la sangrienta titeretada su agosto, ofreciendo como diversión a la agonía de un pueblo la alharaca de los engreídos cubileteros de la libertad condicionada y de la democracia de papel.

Pero ya están aquí las víctimas, con nosotros, sobre las escalinatas. Y tienen voz y voto y veto en nuestro pleito.

¡Crece, crece la audiencia!


4

Detrás de mí está el Río.

Lo siento correr sobre mis riñones y cómo los ciñe con su fluyente y yerta cadena de plomo, invitándome al lento viaje de la muerte, como a vosotros: seres de condición contradicha y de voluntad incierta.

Pero sigue la audiencia y prosigue la acusación.

Y te acuso, Río hipócrita. Con tus aguas de adobe desleído y de cañas podridas crees ocultar tus crímenes de inundador y saqueador de aldeas; con la mimosa sonrisa de tus breves ondas y los arrebatos de tus remolinos danzantes, procuras disimular el rapto de los niños y las mozas que bajaron de los pueblos sedientos para mirarse en tus sucias aguas.

Río-mito: estás ahí, a mis espaldas, con tu lengua salaz de Celestina, con el rumor canalla de tus vanas promesas. Todo burbujeante y espumeante de historias y misterios. Exhalando el vaho de muchos siglos. Sorbiendo y convirtiendo en onerosa tasa marítima la polvareda de las necias obras humanas.

Te acuso, sede de los grandes señores, cómplice de los grandes sacerdotes, alcantarilla de los grandes asesinos.

Millones de ojos desesperados, millones de manos sin empleo, millones de cuerpos enfermos, millones almas extraviadas te buscaron, te buscan; te siguieron, te siguen; se sumergieron, se sumergen en tus aguas, buscando en ellas la horrenda remisión de su miseria, el perdón de sus supuestos pecados y la garantía de nunca más volver a vivir sobre la tierra madrastra.

¡Oh blasfemia contra el mundo, la vida y el hombre!

Dicho esto, tengo algo más por decir.

En voz más baja, doblando la cabeza hacia el vientre, anudando mis rodillas con la liana entrecruzada de los brazos —en una repetición de la postura fetal y en una anticipación de momia india—, sin pensar pensando, pensándolo... que el Río-mito, que el Río-cómplice, que el Río-hipócrita y sagaz me empape con sus aguas. Pues sólo sintiendo su humedad, oliendo su legamoso, su hedor, conociendo sus tretas será verídico mi testimonio en esta audiencia.

Nacido de las más puras nieves, ¿por qué, Río, te prestaste a servir de vía de agua por la cual se vertiesen los cadáveres desmantelados de las viudas cuyos sexos picotean tus peces?

¿Por qué tras de regar los altos valles y las grandes llanuras en que los hombres siembran y procuran cosechar frutos de utilidad, te prestaste a evacuar los cadáveres de los niños macrocéfalos que abren y cierran sus pobres piernas raquíticas y los bejucos de sus brazos como compases yertamente regulados por tus grandes aguas caudales?

¿Por qué, después de dar limo propicio a la tierra en que amorosamente paren las mujeres, te prestaste a acarrear los cuerpos muertos de las altas muchachas cuyos senos, apenas en flor, fueron trocados por tu humedad en reblandecidas, trasparentes y fosforescentes anémonas de bajamar?

Más gris cuando desde las escalinatas te ofrendaban las cenizas de los cuerpos mordidos en vida por el hambre y calcinados por las llamas en la muerte. Y conservando siempre ese color de herrumbre que te dieron en el desesperado desperezamiento de los siglos los guerreros innumerables que, con un pequeño gemido humano o una gran blasfemia humana, se precipitaron a tus aguas: cubiertos todos ellos, como grandes escarabajos, por armaduras nieladas, por armaduras de mallas, por armaduras repujadas, por armaduras que ostentaban el relieve de medusas, furias y minervas, por armaduras empavonadas, trenzadas, bendecidas... ¡y todas ellas vanas!

¡Oh creyentes, el Río está aquí, y está con nosotros y está contra nosotros!

Pues tengo todavía tengo algo más por decir.

¡Qué tumulto de pueblos y qué confusión de razas en la longitud de tus riberas, Río de tan largo brazo y de tan numerosos dedos afluentes!

Desde los muy antiguos ariodravídicos que vinieron ya, ¡ay!, en son de guerra y de conquista para desposeer y avasallar a tribus que ni si quiera tienen fe de bautismo en los registros de la historia, hasta los señores de hoy que, para hacer una ablución hipócrita en tus aguas cómplices, descienden —sudorosos, lustrosos y obesos— por las escalinatas entre una doble fila de policías militares, idénticos estos con su casco blanco, con sus uniformes verde-caña y con sus amenazantes botas, a todos los que hoy vemos desplegados sobre la faz de la tierra contra la pobre condición humana. Esos señores que vimos hoy descender por las escalinatas con sus esposas, aún más gordas y de bellos ojos vacunos y con sus hijos ya envarados por el protocolo de la riqueza, y toda la poderosa familia descendiendo bajo un enorme parasol blanco que ostenta, repujadas en oro, las sentencias falsamente consoladoras y descaradamente admonitorias de la antigua fe: ausente en los señores pero pérfidamente mantenida en vosotros, ¡oh creyentes sobre las escalinatas!

A tus riberas, Río-mito, llegaron gentes arias, gentes macedónicas, gentes griegas, gentes pérsicas, gentes turcas y escitas; y los ghaznávidas de Mahmud el Mecenas; los uzbecos de Timur el Cojo; los tártaros de Baber el Letrado y los maharajatas de Aurangzeb el Cainita. Todos ellos, tras la atroz hecatombe, poniendo a relinchar sus caballos, a berrear sus meharíes, a trompetear sus elefantes sobre el limo engañoso de tus orillas.

Y, en otra vuelta de la rueda del tiempo, se bañaron en tus aguas o pasaron por ellas a la gran noche gentes de Francia, gentes lusitanas y las gentes de Britania, también ellas ofreciendo a las asas asesinas del Río sus cuellos quebrados y el esplendor inútil de sus corazas y uniformes, perforadas aquellas y deshilachados estos por la sierra dental de tus peces, impacientes de llegar a más suculenta vianda.

Cada invasión buscando y encontrando en tus aguas, en tu cauce, la más ancha y discreta vía para desembarazarse del feto de su propia codicia abortada: todas esas bocas blasfemantes de los reclutas invasores; todas esas muecas desdeñosas pero vergonzantes de los soldados del Imperio; ¡todas esas carnes malheridas, todos esos mutilados cadáveres de los defensores de la patria!

El fiscal de los hombres constata que cada uno de esos transitorios imperios edificó en tus riberas primero fortalezas, luego templos que las justificaran, finalmente palacios en que unos pocos señores —bajo el pabellón de las espadas y la aspersión de las bendiciones— se regodearan en su poder, jadearan en su vicio y loquearan en su hastío sobre la infinita miseria de sus semejantes.

¡Oh indecente complicidad del mito fluvial!

Para que la abominación fuese posible, por las escalinatas en cascada y por laberínticos albañales subterráneos, entregaron a tus ondas el anónimo pueblo que edificó en tus riberas, pero no al alcance de tus crecidas, Templos y Palacios.

Así hicieron de ti el furgón funerario de las gentes venidas del Tíbet con la cabeza calva y sus túnicas color de azafrán; de las gentes envueltas en los mantos blancos del Afgán; de las gentes de Han que subrayan su parla monosilábica con el revolar de sus anchas mangas, y de las gentes que ostentaban las rojas casacas senilmente amadas por la emperatriz Victoria... —llevando tú hasta el delta, hasta ese horrendo desaguadero de la muerte, toda una pálida cargazón de cadáveres.

Río manso en la hipocresía; Río cómplice en el silencio; ¡Río-mito por la vanidad! ¡Fabulosa serpiente sacralizada por cada una de las religiones que inventaron los poderosos para distraer el hambre de los humildes!

Y más aún diré, nutriendo cocodrilos en tus aguas bajas siempre so la vigilancia de buitres, milanos, alcatraces y otros aves voraces, continuas tu curso, que sería inocente, como toda cosa del mundo si no hubieses aceptado el feudo de los potentes y la bendición de los brujos.

Toda una historia se amotina por ello contra ti, ¡oh Río!

Y entonces menester es gritarlo:

¡Acusa, acusa la audiencia!

Pero también el hombre en cuclillas que soy yo, tu acusador y tu cantor; el hombre en cuclillas sobre las grandes losas de las escalinatas; el hombre rodeado por gentes de toda condición; el hombre obsedido por la belleza del mundo y agobiado por la infinita tristeza de la condición humana; el hombre que convoca esta audiencia; el hombre que echa sobre sus hombros el censo de la miseria; este pobre hombre sobresaltado por su propia audacia, tiene, oh Río, que bajar hasta tus aguas para decirte:

Bajo el sol implacablemente inocente en su carrera y su furor en sus eclipses y en sus nubosos rubores, sudas, oh Río, una neblina que los agoreros interpretan contra los hombres del común y en favor de los señores. Acariciando tus propias riberas a la manera de un viejo amante impotente, sollozas un canto de sollozo que tus altos padrinos interpretan como la irremisible condenación de sus feudatarios.

Sin repetir jamás lo que se mira en tus aguas, ni las palabras que se vociferan o murmullan o gimen sobre ellas, fluyes hacia el rizado mar, esperando hallar en su inmenso cáliz violeta una evasión, todavía otra muerte, ¡la propia tuya! Dispersando en el delta de tantos y más brazos que el Destructor Divino, los cadáveres que te envenenan y acongojan.

¡Pero no vas a hallar, oh Río, esa paz en el convulso seno del mar! Pues el piélago iracundo no quiere resignarse a continuar siendo la vagina en que se viertan los vicios e inmundicias de los defraudadores del hombre.

¡Pobres hombres!

¡Pobres dioses!

¡Pobre Río!

¡Acusa, acusa la audiencia!


5

Montada está la escena.

Plena la audiencia.

Aquí, sobre las escalinatas, frente a los Templos, bajo los Palacios y con el Río ciñendo mis lomos. Una gran audiencia humana que espera, sorbiéndose los labios amargos y restregando coléricamente uno contra otro los nudos de las rodillas, el proceso, la acusación y la condena de sus ubicuos verdugos.

La audiencia se reanuda y prosigue la acusación con este largo grito: ¡oh cándidos creyentes!, ¿no estáis consintiendo, acaso, mimando e idolatrando aquí mismo, ahora mismo, sobre las escalinatas, a los avisados delegatarios de vuestros verdugos?

Ved a estos altos simios de pelambre rubia, de cenicientas crines, de grisosas lanas e indecente trasero que ostenta la desolladura azulosa y lívida de las grandes heridas; vedlos pululando en torno vuestro, tratando de imitar el lenguaje humano con sus breves ladridos y sus horrendos balbuceos pueriles; mendigando, robando o exigiendo toda cosa; infatigables en la actividad codiciosa de sus largos dedos astutos, de sus engarfiadas uñas y de las rosadas palmas de sus manitas siempre aptas para convertir los votos depositados en las urnas en billetes depreciados para usura de los humildes, beneficio de los poderosos y cuantiosa comisión de los intermediarios prestímanos.

Ved a esa despreciable horda que pretende asemejarse al hombre, a nuestra condición. La horda que diezma las cosechas logradas con tan largo jadeo y tal angustia. La horda que casca con sus pequeños dientes aguzados y rechinantes el cacahuete del Erario. La horda que, después del ávido expolio, se diputa a sí misma para ir a chillar y gesticular bajo las cúpulas de los Templos y sobre las terrazas de los Palacios.

Ved a esos grandes monos hediondos a sudor de codicia, a orín de consentido vasallaje, tratando de treparse al árbol genealógico del hombre para triturar en sus más altas ramas, lo mismo que aquí, sobre las escalinatas y entre vosotros, las nueces que les tributa el creyente y mondar las frutas que el creyente les ofrece.

Ved que ni siquiera son la imagen un dios arbitrario, ni el portentoso híbrido de magia y realidad, ni tampoco los cancilleres de vuestra voluntad incierta. Sino apenas la caricatura del ser humano; los ridículos apoderados que lograron de vosotros mismos las cartas credenciales que les abriesen las artesonadas salas del Consejo, las yertas curules del Congreso, las secretas Cámaras Episcopales, los tufosos Cuartos de Banderas para llevar a ellos el yermo testimonio de las promesas incumplidas, los sucios papeles de las componendas clandestinas, la jadeante amenaza de las leyes represivas, el vitriolo de los impuestos y, desde luego, sus propias momias de irrisorios próceres.

¡Oh creyentes de baja condición, de voluble memoria y de voluntad incierta: la primera exigencia fiscal en esta audiencia es vuestra desdeñosa ignorancia y el definitivo exilio de esa horda que pretende asemejarse al hombre. El fiscal de esta audiencia os pide la proscripción ahora y para siempre de esa exigua tribu voraz, capaz de devorar en unas horas la cosecha sembrada, cuidada, saneada y recogida en las cuatro largas estaciones en las cuales levanta, amasa y cuece el hombre su pan escaso!

¡Fuera esa horda gesticulante, mendicante, amenazante, orante, blasfemante, gimiente, demente que es apenas, en sus trances y convulsiones, la mueca obscena de la condición humana!

¡No más simios!

¡No más símbolos!

¡Sólo el hombre!

¡Sólo nuestra condición!

¡Acusa, acusa la audiencia!


6

Debo también, oh creyentes, denunciar la estulticia, el abuso y el mito de las Vacas Sagradas que ambulan, torpes y lentas, por estas escalinatas.

No son aquí —como la novilla alcanzada y penetrada por el dios— criaturas de belleza, vida y amor. Sino arilo vacío, matriz estéril, cesta sin fondo de la ignorancia y la miseria, triste trasunto de la condición contradicha a que os han reducido los ubicuos verdugos que nuestra audiencia busca y acusa.

Vedlas aquí, sobre las escalinatas, vuestras Vacas Sagradas: con los cuernos en forma de lira pintados con el similor de los idólatras para disimular la carie interna; con los saltones ojos entelados por la tristeza vergonzante de las cataratas tejidas en una larga edad de hambre; plisado el cuello, neciamente engalanado con guirnaldas florales, plisado en la ausencia del bolo rumiable; exhibiendo en el lomo la humillación de la erosionada cordillera de los huesos; enjutos los ijares y, bajo el vientre pobre, la inútil ostentación de la ubre con sus cuatro grifos incapaces de ofrecer al hijo del hombre su leche solidaria de gran bestia doméstica. Desesperada, acaso, de que ese mismo hombre tema emplear contra ella la cuchilla para su sacrificio redentor de Ifigenia bovina.

Vedlas aquí, reducidas a la inutilidad de los vanos mitos; forzadas a ser los graves y ridículos símbolos de ese prolongado y también miope, triste y estéril rezongar de los filósofos que, evadidos de la condición humana, en sus polvorientas bibliotecas y en sus mentes —más desveladas, desaladas y desoladas que la misma miseria sacralizada de las bestias—, rumiaron y rumian las ideas puras reducidas a heno, los hechos vivos convertidos en paja, la verdad vital trocada en conserva como fruto para la invernada.

¡Vacas sagradas! ¡Filósofos de ayer, hoy y mañana: unas y otros disimulando las razones del hambre con la deglución de la sosa saliva del ideologismo; eludiendo siempre los hechos ineluctables de la vida, las cosas entrañables del hombre. Sólo para disputar los filósofos ante doncellas de anticipada menstruación literaria, ante iracundas Xantipas menopáusicas, ante adolescentes de sexo incierto y ante rijosos sofistas, su dudoso derecho a escribir textos tan secos como el heno, tan fútiles como la paja y tan horros de la leche caritativa como vosotras, Vacas Sagradas, que aquí, entre nosotros, sobre las escalinatas y bajo la ostentosa complacencia mecénica de Templos y Palacios, no lográis ser cosa distinta al agobiante, al agonizante, retrato de filósofos engañosos y de usureros mecenas!

Mas tengo aún por decir.

No por oportunamente renegadas por los padres putativos que las bautizaron con el agua del mito y la sal del símbolo, dejan de ser esas novillas y esas vacas la más exacta imagen de las sacras palabras vertidas sobre ellas por los arteros verborreantes.

Aquella vaca que estorba nuestra audiencia sobre las escalinatas, ¿no responde, acaso, al nombre de Democracia? Y esa otra que atrapa con sus vellosos belfos y roe con sus dientes cuadrados la túnica del demente, ¿no la bautizaron Libertad? ¿Y no pisotea al inválido y al niño la vaca cegatona que acude cuando la llaman Caridad? ¿Y no da testarazos testarudos en el hombro del hombre la vaquilla denominada Igualdad?

¡Todo un rebaño de vacuas ideologías babeando sobre vosotros! ¡Toda una manada de mentirosos conceptos vertiendo su estiércol chirle entre vosotros! ¡Toda una mugiente impedimenta retrasando vuestra marcha hacia el pan de cada día!

¡No más rumiantes!

¡No más falsarios de la razón!

¡Sólo hombres!

¡Sólo nuestra condición, hasta ahora contradicha!

¡Acusa, acusa la audiencia!


7

Y ya se lanza la carga, oh creyentes, contra los Templos.

Hasta ahora anduvimos bajo el engaño y el terror de innúmeros dioses incógnitos y adversos:

Todas aquellas galaxias y nebulosas de tan lenta o vertiginosa gravitación, interrogadas por el hombre y sin poder cosa distinta a traspasar al hombre su escamada subienda de estrellas, su fulgurante proliferación de astros y ese polvo sideral de los aerolitos que es el raudo testimonio de la inexorable cólera del cielo;

todas esas rocas retorcidas y esas piedras agujereadas ante las cuales hacían temerosas reverencias los hombres de endebles huesos;

todas esas hogueras que alelaban al hombre mismo que las encendía;

todos esos surtidores hirvientes, todas esas yertas lagunas, todas esas fuentes, todos esos ríos, y el Mar: veneración del agua por el hombre, espantado por el monzón, la inundación y el diluvio;

todo ese follaje de plumas agoreras, toda esa muda ritual y misteriosamente amenazante del plumaje;

toda esa sangre vertida en los circenses juegos holocáusticos; toda esa sangre resbalando por aquellas otras escalinatas de los aztecas; toda esa espesa ducha de sangre de los bautismos mítricos; toda esa sangre perlada sobre la piel de los derviches flagelantes; toda esa sangre bebida en el cáliz católico; toda esa sangre desatada en las degollinas de los Bandoleros de Dios; toda esa sangre freída en las hogueras de los inquisidores; ¡toda esa sangre exprimida y humeante en los lagares de los terribles dioses ignotos!

¡Y doblegados siempre vosotros bajo tal tormenta divina!

Con la planta de los pies desnuda y quemada por la arcilla de las más viejas edades, o desollada por cemento de las más nuevas ciudades, buscando ávidamente la consolación ultraterrena...

Hombre de siempre, hermano mío, lanzado desde el doble orbe testicular del padre hacia la noche lacerada del ovario materno: aferrándote allí y allí proliferando; creciendo allí en tal tibieza y tal ternura para irrumpir, llegada la hora, por el valle convulso de los muslos, con la frente blanda pero ya arrugada por la adivinación del difícil conato de vivir y perdurar entre las amenazas de los dioses y las exacciones de los Templos.

También tuvieron esos Templos un humilde comienzo. ¿Recordáis cómo al filo de los siglos y al hilo de vuestros sentimientos, comenzasteis por modelar esos túmulos de arcilla —a medida de un cadáver en cuclillas—, ante los cuales la piadosa familia quemaba luego pajuelas aromáticas, granos secos y cándidos juguetes de papel? ¿Esos túmulos contra los cuales se rascaban los búfalos; esos túmulos que servirían de punto de aproximación y de oteo a ciertas aves de rapiña?

Y otras veces, cavando con dedos y uñas en los altos farallones de arcilla y de pizarra burdos nidos para empollar en ellos vuestros ensueños y emplumar en ellos vuestras esperanzas. Y más tarde, ¿recordáis cómo hicisteis de esos modestos nichos el pequeño escenario en que mimaban su eterna ternura Rama y Sita; o pataleaba su pesada danza el alegre Ganesh, mi patrono; o el Buda de enorme ombligo oblicuo se regodeaba con la belleza del mundo y la variedad de la vida, repartiendo la contagiosa risa que sacudía todos los pliegues de su jocunda obesidad?

Dioses creados a semejanza del hombre, al dictado de su sed de alegría, idénticos a su eterno afán de amor.

¿Y qué sucedió luego, oh creyentes? ¿A dónde pasaron vuestros modestos lares, vuestros pequeños nichos aleteantes de cándidos plumones, vuestros nimios altares urdidos entre las raíces de los árboles más ilustres o esculpidos en las losas del torrente en la alta meseta andina?

¡Cuán prolongado y tenebroso engaño!

Hombres de toda condición en esta audiencia; hombres de toda opinión en ella; hombres de toda fe, de toda creencia, de toda parcialidad en nuestra audiencia; hombres de idéntica miseria bajo los pendones y los símbolos de los expoliadores: ved en qué se trocaron los nidos en que tratasteis de albergar el exceso de ternura de vuestra condición.

Todo este esplendor de cobre y de ladrillo; de piedra y de oro; de mármol y de plata; de olorosas maderas y lucientes cuarzos; toda esta enceguecedora sucesión de los Templos que sustentan a los Palacios aquí mismo, sobre las escalinatas, reflejándose orgullosamente en el sucio espejo cómplice del Río.

De la misma manera que vuestros verdugos supieron convertir en otros tantos símbolos engañosos al mono codicioso y olvidadizo, a la vaca estulta y mansa, al cocodrilo paciente y voraz, al elefante que puede ser tan iracundo como amoroso, también transformaron vuestros tiernos lares en estos Templos ostentosos que riegan sus bendiciones de fuego con las manos calcinadas de los shamanes pirolácricos; sus bendiciones de ceniza con los engarabitados dedos de los fakires; sus bendiciones de humo con las manos sudosas de los bonzos dopados con la más bella e idiota metafísica.

Escuchad bien esos gritos de pregoneros que se expanden desde el estrecho pasillo del alto minarete, anunciando —¡oh coimes de un burdel paradisíaco!— el revolar de las huríes a la llegada de los guerreros desjarretados, desventrados, degollados en la guerra santa y condenados luego al eterno deleite de las altas mozas, menos orgullosas de los racimos de sus senos, del escudo de su vientre y del delta de su sexo, que alucinadas por el goloso glogloteo de sus gimientes gargantas de grandes guacamayas blancas.

Y esos otros vendedores de bulas e indulgencias, vociferando su sagrada mercancía en el altozano de las iglesias, entre una muchedumbre de apestados, de leprosos, de inválidos de guerra, de siervos de la gleba, tasando el sello negro o rojo de sus títulos como papel de peaje para el purgatorio y la bienaventuranza ultraterrena.

Y los de más allá ofreciendo el nirvana a cambio del difícil e inútil suicidio de los sentidos; a trueque de la abdicación de la simple, hermosa y siempre contradicha condición humana.

Oíd bien cómo todos esos vendedores de póliza sólo os ofrecen una seguridad ultraterrena a cambio de vuestro sudor y vuestra sangre aquí en la tierra.

¡No más aras!

¡No más Templos!

¡Sólo campos!

¡Sólo aradas del hombre!

¡Acusa, acusa la audiencia!


8

¡La carga ahora contra los Palacios!

¡La carga sí contra esa crestería de mármoles varicosos, de oxidados cobres, de roídos ladrillos amarillos que aquí, sobre las escalinatas, sobre los Templos, frente al Río y a espaldas de la ciudad cuitada, impone a todos insolentemente sus falsos títulos de nobleza, ganados con la intriga usurera y el cohecho oportuno; con la traición ventajosa o la clandestina simonía, y todos ellos chorreantes de la sangre leucémica del pobre!

Miremos de nuevo el teatro de nuestra audiencia:

Las escalinatas establecidas como escenario ineludible;

el Río hipócrita sirviendo de foso de orquesta;

los Templos de bambalina;

los Palacios cegando a la audiencia con las candilejas de la especulación y los alternos semáforos del crédito y el rédito.

Y en tal teatro, los simios actuando de bufones, intermediarios y coimes; las Vacas Sagradas mugiendo su papel de grande farsantes inocentes y de vacuas entelequias engañosas. Y vosotros, hombres de la gran audiencia, condenados a ser el inmenso coro que repita y amplifique las arteras palabras del consueta invisible en el foso de los Palacios;

Y ahora tengo que decir: ¡Oh creyentes, en los Palacios ya no moran los grandes dementes que con la espuela, el látigo, el fuego y la rueda os sometían!

Pasaron los caudillos, los khanes, emperadores y gobernadores. Se fueron con las aguas del Río los príncipes y capitanes que llevaban en su carcaj flechas embriagadas de veneno y que no sabían dominar la sed de sangre de sus espadas devoradoras.

Tampoco Kasyapa el Fraticida dejó herederos que nos explicaran el inefable misterio de las damas de Sigiriya; ni canta ya en sus logias Lorenzo la fugitiva juventud; ni elabora en sus estancias el VI Conde de Derby quejas de amor perdidas; ni desde su cámara se mofa el de Saint-Simon de la alta ralea real; ni edifican Pedro en el Neva y Sawai Jaising en el Rajasthan las más bellas ciudades del mundo; no hay ya en los Palacios emperadores T´ang para coleccionar las más hermosas cerámicas, ni emperadores Yuan para leer los largos rollos de pintura; ni delira en sus terrazas Luis de Baviera; ni hay príncipes en Mónaco que distraigan sus ocios con la absorta contemplación de los magníficos monstruos submarinos.

Pasaron todos ellos y ahora están allí, en esos mismos Palacios, los gerentes ahítos de poder y de dólares; los planificadores de vuestro conformismo; los pequeños magos de las relaciones públicas; los pregoneros de la mentira que ya no se atreven a salir a las plazas públicas entre un destemplado reteñir de clarines y un desinflado resonar de tambores, sino que solapadamente y por mano ajena deslizan en la yerta madrugada, por la hendidura baja de las puertas, la voluminosa y cotidiana tergiversación de vuestra vida, fabricada en las grandes rotativas según sus propias conveniencias: unas veces ostentando el horror del crimen y la desatada violencia para aumentar el número de sus morbosos lectores; otras ocultando las raíces del mal para que perdure y fructifique su hipócrita traición a la condición humana. Y mintiendo siempre, mintiendo siempre, mintiendo siempre con la bendición de los Templos y la subvención de los Palacios.

No busquéis en estos eco alguno de vuestra angustia, ni correspondencia a vuestra necia lealtad. Ya ni siquiera son los símbolos de un insensato orgullo patrio. Pues ¿qué podrían deciros hoy las siglas de los grandes monopolios internacionales, de los poderosos carteles y los ubicuos trusts que acumulan riqueza y poder mientras una erosión incontenible roe las pequeñas monedas y los pringosos billetes de los pobres? ¿Y qué podrían deciros los nombres, secos como disparos, de los nuevos señores alojados en los Palacios y acolitados por la codicia de los mezquinos merde de Dieu? ¿Qué os dicen esos nombres? ¿Qué os dicen aquellas siglas? Sino que toda la historia memorable del hombre, toda la crónica convulsionada de su angustia y su agonía, han venido a parar en este engaño: los Palacios habitados por ellos; los Templos manejados por ellos; por ellos usufructuadas las escalinatas; por ellos sacralizado el Río; los Simios alquilados por ellos en sus diputaciones; las Vacas Sagradas arreadas por ellos para vuestro desconcierto y vuestro engaño.

¡No más Palacios!

¡Sólo casas!

¡Sólo hogares para el hombre!

¡Acusa, acusa la audiencia!


9

El hombre solo, el hombre en cuclillas sobre las escalinatas, el insensato que ha echado sobre sus hombros el censo de la miseria y el denuncio de sus promotores y usufructuarios, dicho todo esto y después de arder en la pira de la cólera, no puede esperar a que la audiencia dicte su fallo.

Pues ya están balbuciendo sus labios un tímido canto de amor; ya siente en sus entrañas la invasión de la ternura que le inspira la contradicha condición humana, la suya propia; ya está mirando las manos de los hombres y sintiendo la necesidad de cantar su maravilla.

¡No más cólera!

¡No más odio!

¡Sólo el amor, el viril amor del hombre por su especie y por su semejanza!

¡Disuelta está la audiencia!

De: El sueño de las escalinatas


JORGE ZALAMEA

(*) PD: este texto fue recomendado a PGV por César Gustavo García Páez , PhD y Escultor.  

Jorge Zalamea

Ex ministro de Educación Nacional de Colombia

Descripción

Jorge Zalamea Borda fue un escritor, poeta y periodista colombiano. En su obra demuestra riqueza lingüística y un estilo sobrio y denso, con lo que se ha convertido en una figura notable dentro del ámbito cultural colombiano. Wikipedia
Nacimiento8 de marzo de 1905, Bogotá
Fallecimiento10 de mayo de 1969, Bogotá
CónyugeAmelia Costa (m. 1928)
Cargos anterioresMinistro de Educación Nacional de Colombia (1942–1942), MÁS

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Contacto: pluriversidadglobal@gmail.com 

Imagen: Pin de Hugo Arias en PGV - co.pinterest.com








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