PGV - Edición de abril 21, 2021 "DERROTA" (poema) - y otros temas de importancia - PGV
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"El Siglo XXI será de espiritualidad o no será" Albert Einstein (1879-1955)
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Lea hoy en PGV
1. Derrota (poema)
2. El fantasma de una guerra inútil
3. Preguntas para una nueva educación
4. Que yo no me entere que te olvidas
5. ¿Adios al tapaboca?
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1. Derrota (poema) fotografía: "Una patria llamada Rafael Cadenas" en zendalibros.com - bajada para PGV Rafael Cadenas, 1963 (*) Yo que no he tenido nunca un oficio que ante todo competidor me he sentido débil que perdí los mejores títulos para la vida que apenas llego a un sitio ya quiero irme (creyendo que mudarme es una solución) que he sido negado anticipadamente y escarnecido por los más aptos que me arrimo a las paredes para no caer del todo que soy objeto de risa para mí mismo que creí que mi padre era eterno que he sido humillado por profesores de literatura que un día pregunté en qué podía ayudar y la respuesta fue una risotada que no podré nunca formar un hogar, ni ser brillante, ni triunfar en la vida que he sido abandonado por muchas personas porque casi no hablo que tengo vergüenza por actos que no he cometido que poco me ha faltado para echar a correr por la calle que he perdido un centro que nunca tuve que me he vuelto el hazmerreír de mucha gente por vivir en el limbo que no encontraré nunca quién me soporte que fui preterido en aras de personas más miserables que yo que seguiré toda la vida así y que el año entrante seré muchas veces más burlado en mi ridícula ambición que estoy cansado de recibir consejos de otros más aletargados que yo («Ud. es muy quedado, avíspese, despierte») que nunca podré viajar a la India que he recibido favores sin dar nada en cambio que ando por la ciudad de un lado a otro como una pluma que me dejo llevar por los otros que no tengo personalidad ni quiero tenerla que todo el día tapo mi rebelión que no me he ido a las guerrillas que no he hecho nada por mi pueblo que no soy de las FALN y me desespero por todas estas cosas y por otras cuya enumeración sería interminable que no puedo salir de mi prisión que he sido dado de baja en todas partes por inútil que en realidad no he podido casarme ni ir a París ni tener un día sereno que me niego a reconocer los hechos que siempre babeo sobre mi historia que soy imbécil y más que imbécil de nacimiento que perdí el hilo del discurso que se ejecutaba en mí y no he podido encontrarlo que no lloro cuando siento deseos de hacerlo que llego tarde a todo que he sido arruinado por tantas marchas y contramarchas que ansío la inmovilidad perfecta y la prisa impecable que no soy lo que soy ni lo que no soy que a pesar de todo tengo un orgullo satánico aunque a ciertas horas haya sido humilde hasta igualarme a las piedras que he vivido quince años en el mismo círculo que me creí predestinado para algo fuera de lo común y nada he logrado que nunca usaré corbata que no encuentro mi cuerpo que he percibido por relámpagos mi falsedad y no he podido derribarme, barrer todo y crear de mi indolencia, mi flotación, mi extravío una frescura nueva, y obstinadamente me suicido al alcance de la mano me levantaré del suelo más ridículo todavía para seguir burlándome de los otros y de mí hasta el día del juicio final. Fuente: lainsignia.org (*) Rafael Cadenas. Venezuela, 1930. Uno de los más lúcidos poetas y ensayistas venezolanos de nuestro siglo, incluido sin falta en las selecciones de poesía del continente. Su obra incluye Los Cuadernos del Destierro, Falsas Maniobras, Memorial, Literatura y Sociedad , Realidad y Literatura, Anotaciones y En torno al lenguaje. Premio Nacional de Literatura en su país en 1985. &&&&&&&&&&&&&&&&& |
2. El fantasma de una guerra inútil
Los Estados Unidos saldrán de Afganistán después de veinte años perdidos. Ha llegado la hora de la verdad sobre la utilidad de una guerra que se inició por venganza y no arregló en el fondo ningún problema. No faltará quien lo justifique todo con la muerte de Osama bin Laden, en Pakistán, como si el precio pagado en vidas afganas, estadounidenses y de sus aliados, además de la destrucción de un país lejano, se pudiera justificar con ese logro. Ahora tratarán de disfrazar un resultado que sabe a derrota, pero no será posible extraerlo de una lista de infortunios que comenzó con Vietnam, y mucho menos esconder la inocuidad de la aventura. Por lo demás, nadie puede estar seguro de que la lección haya quedado aprendida.
Afganistán apareció súbitamente dentro de los intereses prioritarios de los Estados Unidos en 2001, en las horas siguientes al asalto a las Torres Gemelas, el Pentágono y otros objetivos. Había que hacer algo ante esa afrenta inesperada, inverosímil y criminal en territorio americano. Era preciso actuar de alguna manera, para no quedarse solo con las palabras, que se llevaría el viento. Retada la gran potencia, debía demostrar, ante propios y extraños, que la brutal osadía cometida en su contra sería debidamente castigada. Ante el resto del mundo, el argumento era irrebatible: no se podía permitir que el terrorismo prosperara impunemente como modalidad de guerra. Entonces se desató, como respuesta, una campaña militar que tenía como meta neutralizar a Al Qaeda y al Talibán afgano, considerados como instigadores del terrorismo, allí en el terreno que se suponía había sido, cultivado por ellos, semillero de la acción del once de septiembre.
La expedición invasora para cumplir ese propósito, liderada por los Estados Unidos, consiguió desalojar al Talibán del poder. Consumado lo cual se convocó a diferentes fuerzas para que desarrollaran un proceso interno, con participación amplia, para reconfigurar el estado afgano. Al mismo tiempo, para darle a la tarea carácter de propósito internacional, se consiguió que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas autorizara la constitución de una Fuerza Internacional de Asistencia, a la que contribuyeron más de veinte países, como Alemania, Holanda, Canadá, Turquía y el Reino Unido, encargada de ayudar al ejército oficial afgano, primero en los alrededores de Kabul y luego en provincias en conflicto, además de colaborar en una nueva institucionalización del país. La OTAN, concebida para la seguridad en el Atlántico Norte, terminó metida en en centro del Asia. De todo eso salió una precaria institucionalidad afgana que está lejos de representar la unidad nacional. Mientras que la guerra de reacción por la invasión occidental nunca se pudo detener.
Veinte años después, con dos miles y medio de soldados estadounidenses muertos y veinte mil heridos, sin sumar las víctimas de otros países, y sumas fabulosas invertidas, no solamente para sostener el esfuerzo de guerra sino para ayudar a reconstruir lo destruido y salvar la imagen ante la opinión mundial, se ha anunciado lo que tenía que venir: la retirada. Una retirada similar a la de los soviéticos, que incurrieron en aventura parecida y se devolvieron derrotados. Y como la salida, de ahí para atrás, de todos los invasores que en algún momento cayeron en la trampa de pensar que una manada de aldeanos, aparentemente primitivos, mal podría resistir el embate de imperios supuestamente invencibles.
Después de dos décadas de combates atípicos en territorio ajeno y desconocido, sin que nadie terminara por imponerse, y sin que se haya consolidado de verdad el propósito de reconfigurar un país en paz, se puede concluir, sin perjuicio de detalles que podrían matizar un poco la afirmación, que la lucha tan solo sirvió para el desgaste militar, físico y moral de las fuerzas invasoras, la destrucción del país, la omnipresencia del terror a través de ataques selectivos, y la profundización de la división interna de Afganistán.
En febrero de 2020 los Estados Unidos firmaron un acuerdo con el Talibán, según el cual, a cambio de la retirada total de las fuerzas internacionales, el movimiento insurgente se comprometía a impedir que otros grupos, incluido Al Qaeda, aprovecharan el suelo afgano para organizar ataques contra los Estados Unidos o sus aliados. También se comprometían a no atacar a las fuerzas extranjeras desplazadas en territorio afgano. Todo muy bien, solo que, como suele suceder con los arreglos de papel en el fragor de la guerra, son muchas las sombras que han aparecido sobre el cumplimiento del acuerdo, con el defecto adicional de haber sido celebrado dejando de lado al gobierno de Afganistán. Después, claro está, los propios Estados Unidos han incitado a ese gobierno y al Talibán a ponerse de acuerdo para manejar pacífica y armónicamente el país. Otro propósito típico de papel que amenaza con no convertirse jamás en realidad.
La perspectiva política interior de Afganistán no puede ser más preocupante, no solo para los habitantes históricos del país sino también para quienes salen ahora y se desentienden, entre otros, de un problema que ayudaron a acentuar. El de una nación dividida entre fracciones irreconciliables. Con la posibilidad de una guerra civil. Con amenaza de un retroceso inaceptable de la condición femenina, que sería otra vez reducida a modelos arcaicos de trato, contrarias los derechos humanos. Con el eventual triunfo, por la vía de la fuerza, de una visión radical del islam que puede ir en contravía de oportunidades y espacios elementales de libertad.
La guerra más larga de los Estados Unidos, como siempre exterior y lejana, sin afectación directa de su territorio ni de su población, sostenida contra la voluntad de otros pueblos, apoyada en el poder financiero y en alianzas de pronto dignas de mejor causa, termina de todas maneras mal, pues nadie podrá decir que se trata de una retirada de vencedores. Ya veremos, eso sí, en acción el aparato discursivo de interpretaciones que justifiquen las decisiones originales y exalten el papel histórico de esa campaña militar.
Sin perjuicio de una que otra recriminación, los responsables de haber desatado el proceso serán mostrados como intrépidos y audaces defensores del mundo libre. Pero eso jamás conseguirá espantar el fantasma de lo que, después de todo, ha sido una guerra inútil.
Fuentes: El autor y https://www.elespectador.com/o
EL ESPECTADOR 20 de abril de 2021
(*) Exembajador de Colombia. Director y moderador del Observatorio de actualidad Internacional de la U. del Rosario. Exrector Universitario UPTC. Decano y docente titular en U. del Rosario. Analista y escritor sobre temas especiales de geopolítica.
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3. PREGUNTAS PARA UNA NUEVA EDUCACIÓN (*)
Por WILLIAM OSPINA
Por considerarlo no solo actual y pertinente, sino una mirada valiente y fresca que proviene de un campo diferente al de la educación misma, a continuación publicamos el discurso pronunciado por el escritor colombiano William Ospina durante la ceremonia de apertura del “Congreso Iberoamericano de Educación Metas 2021” [1] realizado en Buenos Aires, Argentina, en septiembre de 2010. Los resaltados en el texto y las anotaciones en recuadros las agregó Eduteka. |
William Ospina, nació en 1954, en Padua, Tolima, Colombia. Ha publicado varios libros de poesía y ensayo. En 1992 ganó el Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura con el libro El país del viento. En 2003 obtuvo el Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada, de Casa de las Américas, por su libro Los nuevos centros de la esfera. Entre sus obras se cuentan: Es tarde para el hombre, 1992; ¿Dónde está la franja amarilla?, 1996; Las auroras de sangre, 1999; La decadencia de los dragones, 2002; América mestiza, 2004. Reunió todos sus libros de poemas en el volumen Poesía 1974-2004. Publicó las novelas Ursúa, 2005; El País de la Canela, 2008; En Busca de Bolívar, 2010.Ospina es socio fundador de la revista Número.
Estos hechos llaman la atención por sí mismos, pero sobre todo por la circunstancia de que pensamos que nunca en la historia hubo una humanidad mejor informada. En nuestro tiempo recibimos día y noche altas y sofisticadas dosis de información y de conocimiento: ver la televisión es asistir a una suerte de aula luminosa donde se nos trasmiten sin cesar toda suerte de datos sobre historia y geografía, ciencias naturales y tradiciones culturales; continuamente se nos enseña, se nos adiestra y se nos divierte; nunca fue, se dice, tan entretenido aprender, tan detallada la información, tan cuidadosa la explicación. Pero ¿será que ocurre con la sociedad de la información lo que decía Estanislao Zuleta de la sociedad industrial, que la caracteriza la mayor racionalidad en el detalle y la mayor irracionalidad en el conjunto?
Podemos saberlo todo de cómo se construyó la presa de las tres gargantas en China, de cómo se hace el acero que sostiene los rascacielos de Chicago, de cómo fue el proceso de la Revolución Industrial, de cómo fue el combate de Rommel y Patton por las dunas de África. ¿Por qué a veces sentimos también que no ha habido una época tan frívola y tan ignorante como ésta, que nunca han estado las muchedumbres tan pasivamente sujetas a las manipulaciones de la información, que pocas veces hemos sabido menos del mundo?
Nada es más omnipresente que la información, pero hay que decir que los medios tejen cotidianamente sobre el mundo algo que tendríamos que llamar “la telaraña de lo infausto”. El periodismo está hecho sobre todo para contarnos lo malo que ocurre, de manera que si un hombre sale de su casa, recorre la ciudad, cumple todos sus deberes, y vuelve apaciblemente a los suyos al atardecer, eso no producirá ninguna noticia. El cubrimiento periodístico suele tender, sobre el planeta, la red fosforescente de las desdichas, y lo que menos se cuenta es lo que sale bien. Nada tendrá tanta publicidad como el crimen, tanta difusión como lo accidental, nada será más imperceptible que lo normal. En otros tiempos, la humanidad no contaba con el millón de ojos de mosca de los medios zumbando desvelados sobre las cosas, y es posible que ninguna época de la historia haya vivido tan asfixiada como esta por la acumulación de evidencias atroces sobre la condición humana. Ahora todo quiere ser espectáculo, la arquitectura quiere ser espectáculo, la caridad quiere ser espectáculo, la intimidad quiere ser espectáculo, y una parte inquietante de ese espectáculo es la caravana de las desgracias planetarias.
Nuestro tiempo es paradójico y apasionante, y de él podemos decir lo que Oscar Wilde decía de ciertos doctores: “lo saben todo pero es lo único que saben”. El periodismo no nos ha vuelto informados sino noveleros; la propia dinámica de su labor ha hecho que las cosas sólo nos interesen por su novedad: si no ocurrieron ayer sino anteayer ya no tienen la misma importancia.
Por otra parte, la humanidad cuenta con un océano de memoria acumulada; al alcance de los dedos y de los ojos hay en los últimos tiempos un depósito universal de conocimiento, y parecería que casi cualquier dato es accesible; sin embargo tal vez nunca había sido tan voluble nuestra información, tan frágil nuestro conocimiento, tan dudosa nuestra sabiduría. Ello demuestra que no basta la información: se requiere un sistema de valores y un orden de criterios para que ese ilustre depósito de memoria universal sea algo más que una sentina de desperdicios.
Es verdad que solemos descargar el peso de la educación en el llamado sistema escolar, olvidando el peso que en la educación tienen la familia, los medios de comunicación y los dirigentes sociales. Hoy, cuando todo lo miden sofisticados sondeos de opinión, deberíamos averiguar cuánto influyen para bien y para mal la constancia de los medios y la conducta de los líderes en el comportamiento de los ciudadanos.
Cuenta Gibbon en la “Declinación y caída del Imperio Romano” que, cuando en Roma existía el poder absoluto, en tiempos de los emperadores, dado que en cada ser humano prima siempre un carácter, con cada emperador subía al trono una pasión que por lo general era un vicio: con Tiberio subió la perfidia, con Calígula subió la crueldad, con Claudio subió la pusilanimidad, con Nerón subió el narcismo criminal, con Galba la avaricia, con Otón la vanidad, y así se sucedían en el trono de Roma los vicios, hasta que llegó Vitelio y con él se extendió sobre Roma la enfermedad de la gula. Pero curiosamente un día llegó al trono Nerva, y con él se impuso la moderación, lo sucedió Trajano y con él ascendió la justicia, lo sucedió Adriano y con él reinó la tolerancia, llegó Antonino Pío y con él la bondad, y finalmente con Marco Aurelio gobernó la sabiduría, de modo que así como se habían sucedido los vicios, durante un siglo se sucedieron las virtudes en el trono de Roma. Tal era en aquellos tiempos, al parecer, el poder del ejemplo, el peso pedagógico de la política sobre la sociedad.
En nuestro tiempo el poder del ejemplo lo tienen los medios de comunicación: son ellos los que crean y destruyen modelos de conducta. Pero lo que rige su interés no es necesariamente la admiración por la virtud ni el respeto por el conocimiento. No son la cordialidad de Whitman, la universalidad de Leonardo, la perplejidad de Borges, la elegante claridad de pensamiento de Oscar Wilde, la pasión de crear de Picasso o de Basquiat, o el respeto de Pierre Michon por la compleja humanidad de la gente sencilla, lo que gobierna nuestra época sino el deslumbramiento ante la astucia, la fascinación ante la extravagancia, el sometimiento ante los modelos de la fama o la opulencia. Podemos admirar la elocuencia y ciertas formas de la belleza, pero admiramos más la fuerza que la lucidez, más los ejemplos de ostentación que los ejemplos de austeridad, más los golpes bruscos de la suerte que los frutos de la paciencia o de la disciplina.
Quiero recordar ahora unos versos de T. S. Eliot: “¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir? ¿Dónde la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información? Veinte siglos de historia humana nos alejan de Dios y nos aproximan al polvo”. Es verdad que vivimos en una época que aceleradamente cambia costumbres por modas, conocimiento por información, y saberes por rumores, a tal punto que las cosas ya no existen para ser sabidas sino para ser consumidas. Hasta la información se ha convertido en un dato que se tiene y se abandona, que se consume y se deja. No sólo hay una estrategia de la provisión sino una estrategia del desgaste, pues ya se sabe que no sólo hay que usar el vaso, hay que destruirlo inmediatamente. La publicidad tiene previsto que veremos los anuncios comerciales pero también que los olvidaremos: por eso las pautas son tan abundantes. Por la lógica misma de los medios modernos, bastaría que un gran producto dejara de anunciarse, aunque tenga una tradición de medio siglo, y las ventas bajarían considerablemente.
“Todo sucede y nada se recuerda en esos gabinetes cristalinos”, dice un poema de Jorge Luis Borges que habla de los espejos. Podemos decir lo mismo de las pantallas que llenan el mundo. Y corresponderá tal vez a la psicología o a la neurología descubrir si los medios audiovisuales sí tienen esa capacidad pedagógica que se les atribuye, o si pasa con ellos lo mismo que con los sueños del amanecer, que después de habernos cautivado intensamente, se borran de la memoria con una facilidad asombrosa. Pero el propósito principal de la programación de televisión, por mucho contenido pedagógico que tenga, no es pedagógico sino comercial, y lo mismo ocurre ahora con la industria editorial: así los bienes que comercialicen sean bienes culturales, su lógica es la lógica del consumo, y por ello les interesan por igual los malos libros que los buenos, no siempre hay un criterio educativo en su trabajo. Un pésimo libro que se venda bien, a lo sumo puede ser justificado como un momento que ayudará a atenuar las pérdidas de los buenos libros que se venden mal.
La inevitable conclusión es que las cosas demasiado gobernadas por el lucro no pueden educarnos, porque están dispuestas a ofrecernos incluso cosas que atenten contra nuestra inteligencia si el negocio se salva con ellas, del mismo modo que las industrias de alimentos y de golosinas están dispuestas a ofrecernos cosas ligeramente malsanas si el negocio lo justifica. Tendría que haber alguna instancia que nos ayude a escoger con criterio y con responsabilidad, y es entonces cuando nos volvemos hacia el sistema escolar con la esperanza de que sea allí donde actúan las fuerzas que nos ayudarán a resistir esta mala fiebre de información irresponsable, de conocimiento indigesto, de alimentos onerosos, de pasatiempos dañinos.
A lo largo de la vida entera aprendemos, y si bien los años que vamos a la escuela son decisivos, al llegar a ella ya han ocurrido algunas cosas que serán definitivas en nuestra formación, y después de salir, toda la vida tendremos que seguir formándonos. Yo a veces hasta he llegado a pensar que no vamos a la escuela tanto a recibir conocimientos cuanto a aprender a compartir la vida con otros, a conseguir buenos amigos y buenos hábitos sociales. Suena un poco escandaloso pensar que vamos a la escuela a conseguir amigos antes que a conseguir conocimientos, y no puede decirse tan categóricamente, pero hay una anécdota que siempre me pareció valiosa. El poeta romántico PercyBysshe Shelley, que perdió la vida por empeñarse en navegar en medio de una tormenta en la bahía de Spezia, fue siempre un hombre rebelde y solitario. Se dice que después de su muerte su mujer, Mary Wollstonecraft, llevó a los hijos de ambos a un colegio en Inglaterra, y al llegar preguntó cuáles eran los criterios de la educación en esa institución: “Aquí enseñamos a los niños a creer en sí mismos”, le dijeron. “Oh, dijo ella, eso fue lo que hizo siempre su pobre padre. Yo preferiría que los enseñaran a convivir con los demás”.
A veces me pregunto si la educación que trasmite nuestro sistema educativo no es a veces demasiado competitiva, hecha para reforzar la idea de individuo que forjó y ha fortalecido la modernidad. Todo nuestro modelo de civilización reposa sobre la idea de que el hombre es la medida de todas las cosas, de que somos la especie superior de la naturaleza y que nuestro triunfo consistió precisamente en la exaltación del individuo como objetivo último de la civilización. En estos días me llamó la atención ver que las pruebas universitarias tienden a fortalecer sus instrumentos para detectar cuándo los alumnos que están presentando sus exámenes cometen el pecado de aliarse con otros para responder, y copian las respuestas. Pero tantas veces en la vida necesitamos de los otros, que pensé que también debería concederse algún valor a la capacidad de aliarse con los demás. ¿Por qué tiene que ser necesariamente un error o una transgresión que el que no sabe una respuesta busque alguien que la sepa? Conozco bien la respuesta que nos daría el profesor: en ciertos casos específicos estamos evaluando lo que el alumno ha aprendido, no lo que ha aprendido su vecino, y no podemos estimular la pereza ni la utilización oportunista del saber del otro. Todo eso está muy bien, pero no sé si se desaprovecha para fines educativos la capacidad de ser amigos, de ser compañeros e incluso de ser cómplices. Y dado que todo lo que se memoriza finalmente se olvida, más vale enseñar procedimientos y maneras de razonar que respuestas que puedan ser copiadas.
Todo eso nos lleva a la pregunta de lo que es verdaderamente saber. A veces es algo que tiene que ver con la memoria, a veces, con la destreza, a veces, con la recursividad. Si los estudiantes tienen que dar, todos, la misma respuesta, es fácil que haya quienes copien la del vecino. Pero ello sólo es posible en el marco de modelos que uniformizan el saber como un producto igual para todos, y eso sólo vale para lo que llamaríamos las ciencias cuantitativas. Uno y uno deben ser dos, y la suma de los ángulos interiores de un triángulo debe ser igual a dos rectos en cualquier lugar de la galaxia. Pero también es posible contrariar imaginativamente esas verdades, y el arte de la pedagogía debe ser capaz de hacerlo sin negarlas. La tesis elemental de que uno es igual a uno sólo funciona en lo abstracto. Sólo en abstracto una mesa es igual a otra mesa, una vaca igual a otra vaca, un hombre igual a otro hombre. No hay el mismo grado de verdad cuando pasamos de lo general a lo particular: un árbol es igual a otro árbol en abstracto, pero un pino no es igual a una ceiba, una flor de jacarandá no es igual a una flor de madreselva, y si pretendemos que un perro es igual a otro perro, nos veremos en dificultades para demostrar que un gran danés es igual a un chihuahua.
Y en cuanto a los humanos, la cosa se complica tanto que las verdades de la estadística no pueden eclipsar las verdades de la psicología o de la estética. Un hombre debe ser igual a otro hombre en las oportunidades y en los derechos, pero también es importante que sea distinto. Un hombre y un hombre posiblemente sean dos hombres, pero recuerdo ahora una frase de Chesterton, llena de conocimiento del mundo y de poder simbólico. “Dicen que uno y uno son dos, decía Chesterton, pero el que ha conocido el amor y el que ha conocido la amistad sabe que uno y uno no son dos, sabe que uno y uno son mil veces uno”. Cuando tenemos dos seres humanos juntos tenemos la posibilidad de que se enfrenten y se neutralicen, tenemos la posibilidad de que se alíen, tenemos la posibilidad de que cada uno de ellos transforme al otro, tenemos incluso la posibilidad de que se multipliquen. Para este fin no nos sirven las simples verdades de la aritmética ni las comunes verdades de la estadística.
A veces la educación no está hecha para que colaboremos con los otros sino para que siempre compitamos con ellos, y nadie ignora que hay en el modelo educativo una suerte de lógica del derby, a la que sólo le interesa quién llegó primero, quién lo hizo mejor, y casi nos obliga a sentir orgullo de haber dejado atrás a los demás. Cuando yo iba al colegio, se nos formaba en el propósito de ser los mejores del curso. Yo casi nunca lo conseguí, y tal vez hoy me sentiría avergonzado de haber hecho sentir mal a mis compañeros, ya que por cada alumno que es el primero varias decenas quedan relegados a cierta condición de inferioridad. ¿Sí será la lógica deportiva del primer lugar la más conveniente en términos sociales? Lo pregunto sobre todo porque no toda formación tiene que buscar individuos superiores, hay por lo menos un costado de la educación cuyo énfasis debería ser la convivencia y la solidaridad antes que la rivalidad y la competencia.
Pero esto nos lleva a lo que he empezado a considerar más importante. Yo no dudo que todos aspiramos, si no a ser los mejores, por lo menos a ser excelentes en nuestros respectivos oficios. A eso se lo llama en la jerga moderna ser competentes, con lo cual ya se introduce el criterio de rivalidad como el más importante en el proceso de formación. La lógica darwiniana se ha apoderado del mundo. Se supone que así como ese diminuto espermatozoide que fuimos se abrió camino entre un millón para ser el único que lograra fecundar aquel óvulo, debemos avanzar por la vida siendo siempre el privilegiado ganador de todas las carreras. Y en este momento advierto que hasta la palabra carrera, para aludir a las disciplinas escolares, parece postular esa competencia incesante.
No digo que esté mal: a lo mejor los seres humanos sólo avanzamos a través de la rivalidad. Pero estoy seguro, viendo sobre todo la pésima pedagogía de las sociedades excluyentes, que la fórmula de que uno triunfe al precio de que los demás fracasen, puede ser muy reconfortante para los triunfadores pero suele ser muy deprimente para todos los demás. No estoy muy seguro de que no sea un semillero de resentimientos. ¿No estaremos excesivamente contagiados de esa lógica norteamericana que considera que los seres humanos nos dividimos sólo en ganadores y perdedores? Hasta en el arte, reino por excelencia de lo cualitativo sobre lo cuantitativo, suele aceptarse ahora esa superstición del primer lugar, del número uno, del triunfador, y nada lo estimula tanto como los concursos y los premios. Recuerdo, ya que estamos en Buenos Aires, una anécdota de Jorge Luis Borges. Alguna vez le preguntaron cuál era el mejor poeta de Francia: Verlaine, contestó. Pero, ¿y Baudelaire? le dijeron. Ah sí, Baudelaire también es el mejor poeta de Francia. ¿Y Victor Hugo?, también es el mejor. Y Ronsard, añadió, por supuesto que Ronsard es el mejor poeta de Francia. ¿Por qué sólo uno tiene que ser el mejor?
Por otra parte, hay una separación demasiado marcada entre los medios y los fines, entre el aprendizaje y la práctica, entre los procesos y los resultados. Pero aprender debería ser algo en sí mismo, no apenas un camino para llegar a otra cosa. Diez años de estudio no se pueden justificar por un cartón de grado: deberían valer por sí mismos, darnos no sólo el orgullo de ser mejores sino la felicidad de una época de nuestra vida. Así como a medida que dejemos de vivir para el cielo aprenderemos a hacer nuestra morada en la tierra, a medida que dejemos de estudiar para el grado aprenderemos que la rama del conocimiento y el oficio que escojamos deben ser nuestro goce en la tierra.
Y ello tal vez nos ayude a avanzar en la interrogación de las claves del aprendizaje. ¿Quién dice que el aprender es algo cuantitativo, que consiste en la cantidad de información que recibamos? ¿Quién nos dice que el conocimiento es necesariamente algo que se adquiere, que se recibe? ¿Qué pasaría si el aprender fuera perder y no ganar? Tal parece que así es realmente, si pensamos en las enseñanzas de Platón, para quien aprender de verdad no es tanto recibir una carga de saber nuevo sino renunciar o poner en duda un saber previo posiblemente falso. Platón decía que la ignorancia no es un vacío sino una llenura. El que no sabe es el que más cree saber. Cuando en un momento de nuestro aprendizaje alguien nos pregunta, por ejemplo, por qué las cosas caen hacia el suelo, es frecuente que respondamos, porque es lógico, porque tiene que ser así. Alguien socráticamente nos demostrará que no es lógico, que no tiene que ser así, y nos mostrará que hay cosas que no caen, como las nubes, o los globos, o la luna, y que por lo tanto el caer no es una necesidad sino algo que obedece a una ley que merece ser interrogada. Nos demostrarán que lo que parecía ser evidente no era más que nuestra falta de interrogación, y que muchas certezas que tenemos podrían derrumbarse. Todo está comprendido en otro famoso aforismo de Wilde: “No soy lo suficientemente joven para saberlo todo”.
No somos cántaros vacíos que hay que llenar de saber, somos más bien cántaros llenos que habría que vaciar un poco, para que vayamos reemplazando tantas vanas certezas por algunas preguntas provechosas. Y tal vez lo mejor que podría hacer la educación formal por nosotros es ayudarnos a desconfiar de lo que sabemos, darnos instrumentos para avanzar en la sustitución de conocimientos. Pero ¿estará dispuesto un joven a pagar por un modelo educativo que en vez de convencerlo de que sabe lo convenza de que no sabe? Posiblemente no, pero entonces llegamos a uno de los secretos del asunto. Claro que la escuela puede darnos conocimientos y destrezas, pero a ello no lo llamaremos en sentido estricto educación sino adiestramiento. Y claro que es necesario que nos adiestren. Pero mientras la educación siga siendo sólo búsqueda del saber personal o de la destreza personal, todavía no habremos encontrado el secreto de la armonía social, porque para ello no necesitamos técnicos ni operarios sino ciudadanos.
¿Dónde se nos forma como ciudadanos? Y ¿dónde se nos forma como seres satisfechos del oficio que realizan? El tema de la felicidad no suele considerarse demasiado en la definición de la educación, y sin embargo yo creo que es prioritario. Creo que necesitamos profesionales si no felices por lo menos altamente satisfechos de la profesión que han escogido, del oficio que cumplen, y para ello es necesario que la educación no nos dé solamente un recurso para el trabajo, una fuente de ingresos, sino un ejercicio que permita la valoración de nosotros mismos. Pienso en la felicidad que suele dar a quienes las practican las artes de los músicos, de los actores, de los pintores, de los escritores, de los inventores, de los jardineros, de los decoradores, de los cocineros, y de incontables apasionados maestros, y lo comparo con la tristeza que suele acompañar a cierto tipo de trabajos en los que ningún operario siente que se esté engrandeciendo humanamente al realizarlo. Nuestra época, que convierte a los obreros en apéndices de los grandes mecanismos, en seres cuya individualidad no cuenta a la hora de ejercitar sus destrezas, es especialmente cruel con millones de seres humanos.
No se trata de escoger profesiones rentables sino de volver rentable cualquier profesión precisamente por el hecho de que se la ejerce con pasión, con imaginación, con placer y con recursividad. Podemos aspirar a que no haya oficios que nos hundan en la pesadumbre física y en la neurosis.
La creencia de que el conocimiento no es algo que se crea sino que se recibe, hace que olvidemos interrogar el mundo a partir de lo que somos, y fundar nuestras expectativas en nuestras propias necesidades. Algunos maestros lograron, por ejemplo, la proeza de hacerme pensar que no me interesaba la física, sólo porque me trasmitieron la idea de la física como un conjunto de fórmulas abstractas y problemas herméticos que no tenía nada que ver con mi propia vida. Ninguno de ellos logró establecer conmigo una suficiente relación de cordialidad para ayudarme a entender que centenares de preguntas que yo me hacía desde niño sobre la vista, sobre el esfuerzo, sobre el movimiento y sobre la magia del espacio tenían en la física su espacio y su tiempo.
Es más, nadie supo ayudarme a ver que buena parte de las angustias, los miedos y las obsesiones que gobernaron el final de mi adolescencia eran lujosas puertas de entrada a algunos de los temas más importantes de la psicología, de la filosofía y de la metafísica. Si uno sale del colegio para entrar en la ciudad, en el campo o en la noche estrellada, eso equivale a decir que uno a menudo sale de las aulas para entrar en la sociología, en la botánica o en la astronomía.
Solemos separar en realidades distintas la habitación, el estudio, el trabajo y la recreación, de modo que la casa, la escuela, el taller y el área de juegos son lugares donde cumplimos actividades distintas. Para Samuel Johnson la casa era la escuela, para William Blake y para Picasso una casa era un taller o no era nada, para Oscar Wilde no podía haber un abismo entre la creación y la recreación. A diferencia del Renacimiento, donde había verdaderos pontífices, es decir, hacedores de puentes entre disciplinas distintas, hoy nos gusta separar todo, llegamos a creer que es posible estudiar por separado la geografía y la historia, creemos que no hay ninguna relación entre la geometría y la política. Sin embargo en nuestras sociedades está claro que estar en el centro o en la periferia es ciertamente un asunto político.
¿Por qué asumir pasivamente los esquemas? ¿Por qué las enfermeras no pueden ser médicos? ¿Por qué aceptar un tipo de parámetro profesional que convierte un oficio en una limitación insuperable? Nada debería ser definitivo, todo debería estar en discusión.
Solemos ver, por ejemplo, la educación como el gran remedio para los problemas del mundo; solemos ver el aprendizaje como la más grande de las virtudes humanas. Y lo es. Pero precisamente por ello hay que decir que ese aprendizaje es también una grave responsabilidad de la especie. Para aproximarnos un poco a este tema hay que pensar en el resto de las criaturas. Se diría que el saber instintivo de las especies es una suerte de seguro natural contra los accidentes y los imprevistos. Nada nos permite tanto confiar en una abeja, como la certeza de que siempre sabrá hacer miel y nunca se le ocurrirá destilar otra cosa. Si un día las abejas optaran por producir vinagre o ácido sulfúrico, el caos se apoderaría del mundo. Un perro o un oso pueden ser adiestrados para que repitan ciertas conductas, pero el ser humano es el único capaz de aprender y sobre todo el único capaz de inventar cosas distintas. La conclusión necesaria de esta reflexión es que los seres humanos aprendemos, y porque aprendemos somos peligrosos. No somos una inocente abeja destilando para siempre su cera y su miel, sino criaturas admirables y terribles capaces de inventar hachas y espadas, libros y palacios, sinfonías y bombas atómicas. Nuestras virtudes son también nuestras amenazas; el privilegio de pensar, el privilegio de inventar y el privilegio de aprender comportan también aterradoras responsabilidades, y un filósofo se atrevió ya a decirle a la humanidad algo que no esperaba oír: “perecerás por tus virtudes”.
Cada vez que nos preguntamos qué educación queremos, lo que nos estamos preguntando es qué tipo de mundo queremos fortalecer y perpetuar. Llamamos educación a la manera como trasmitimos a las siguientes generaciones el modelo de vida que hemos asumido. Pero si bien la educación se puede entender como trasmisión de conocimientos, también podríamos entenderla como búsqueda y transformación del mundo en que vivimos.
A veces, mirando la trama del presente, la pobreza en que persiste media humanidad, la violencia que amenaza a la otra media, la corrupción, la degradación del medio ambiente, tenemos la tendencia a pensar que la educación ha fracasado. Cada cierto tiempo la humanidad tiende a poner en duda su sistema educativo, y se dice que si las cosas salen mal es porque la educación no está funcionando. Pero más angustioso resultaría admitir la posibilidad de que si las cosas salen mal es porque la educación está funcionando. Tenemos un mundo ambicioso, competitivo, amante de los lujos, derrochador, donde la industria mira la naturaleza como una mera bodega de recursos, donde el comercio mira al ser humano como un mero consumidor, donde la ciencia a veces olvida que tiene deberes morales, donde a todo se presta una atención presurosa y superficial, y lo que hay que preguntarse es si la educación está criticando o está fortaleciendo ese modelo.
¿Cómo superar una época en que la educación corre el riesgo de ser sólo un negocio, donde la excelencia de la educación está concebida para perpetuar la desigualdad, donde la formación tiene un fin puramente laboral y además no lo cumple, donde los que estudian no necesariamente terminan siendo los más capaces de sobrevivir? ¿Cómo convertir la educación en un camino hacia la plenitud de los individuos y de las comunidades?
Para ello también hay que hablar del modelo de desarrollo, que suele ser el que define el modelo educativo. Durante mucho tiempo los modelos de Occidente han sido la productividad, la rentabilidad y la transformación del mundo. Pero hay un tipo de productividad que ni siquiera nos da empleo, un tipo de rentabilidad que ni siquiera elimina la miseria, una transformación del mundo que nos hace vivir en la sordidez, más lejos de la naturaleza que en los infiernos de la Edad Media. ¿Y qué pasaría si de pronto se nos demostrara que el modelo de desarrollo tiene que empezar a ser el equilibrio y la conservación del mundo? ¿Qué pasaría si el saber cuantitativo que transforma es reemplazado por el saber previsivo que equilibra, si el poder transformador de la ciencia y la tecnología se convierte en un saber que ayude a conservar, que no piense sólo en la rentabilidad inmediata y en la transformación irrestricta sino en la duración del mundo?
Con ello lo que quiero decir es que nosotros podemos dictar las pautas de nuestro presente, pero son las generaciones que vienen las que se encargarán del futuro, y tienen todo el derecho de dudar de la excelencia del modelo que hemos creado o perpetuado, y pueden tomar otro tipo de decisiones con respecto al mundo que quieren legarles a sus hijos. A lo mejor los grandes paradigmas al cabo de cincuenta años no serán como para nosotros el consumo, la opulencia, la novedad, la moda, el derroche, sino la creación, el afecto, la conservación, las tradiciones, la austeridad. Y a lo mejor ello no corresponderá ni siquiera a un modelo filosófico o ético sino a unas limitaciones materiales. A lo mejor lo que volverá vegetarianos a los seres humanos no serán la religión o la filosofía sino la física escasez de proteína animal. A lo mejor lo que los volverá austeros no será la moral sino la estrechez. A lo mejor lo que los volverá prudentes en su relación con la tecnología no será la previsión sino la evidencia de que también hay en ella un poder destructor. A lo mejor lo que hará que aprendan a mirar con reverencia los tesoros naturales no será la reflexión sino el miedo, la inminencia del desastre, o lo que es aún más grave, el recuerdo del desastre.
[2] Scratch es un entorno de programación recientemente desarrollado por un grupo de investigadores del Lifelong Kindergarten Group del Laboratorio de Medios del MIT, bajo la dirección del Dr. Michael Resnick. Aunque es un proyecto de código abierto, su desarrollo es cerrado pero el código fuente se ofrece de manera libre y gratuita. Este entorno aprovecha los avances en diseño de interfaces para hacer que la programación sea más atractiva y accesible para todo aquel que se enfrente por primera vez a aprender a programar. Según sus creadores, fue diseñado como medio de expresión para ayudar a niños y jóvenes a expresar sus ideas de forma creativa, al tiempo que desarrollan habilidades de pensamiento lógico y de aprendizaje del Siglo XXI, a medida que sus maestros superan modelos de educación tradicional en los que utilizan las TIC simplemente para reproducir prácticas educativas obsoletas.
Publicación de este documento en EDUTEKA: Abril 01 de 2011.
Última modificación de este documento: Abril 01 de 2020.
Autor de este documento: Discurso de William Ospina
URL:http://www.eduteka.org/articulos/WilliamOspina
(*) PD: este texto fue recomendado para ser publicado en PGV, por el docente universitarios U. Alfredo Arias C.
4. Que yo no me entere que te olvidas..
Fotografía: "Magdalena S. Blesa "Soy poeta de aceras, ..." en laopiniondemurcia.es - bajdada para PGV
PD: este poema fue enviado a PGV para su publicación, por la Ing. de Sistemas Tatiiana Arias Manrique desde Canadá.
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5. "¿Adiós al tapaboca?"
Cada día oímos que las vacunas están disminuyendo los casos, las hospitalizaciones y la mortalidad por COVID. El Gobierno de España nos asegura que antes del verano tendremos al 70% de los españoles vacunados. En unos días desaparecerá el estado de alarma. Podemos pensar que esta pesadilla se acaba, que este verano nos pondremos toda la cara morena, sin la palidez de la mascarilla. Salir de fiesta y viajar sin restricciones. Pero ¿podemos ser tan optimistas?
La vacuna va a ser una herramienta de contención del virus y por tanto de la pandemia, pero asociado a las medidas de distanciamiento físico o social.
¿Qué hace falta para cortar la transmisión del virus?
Para que los virus se transmitan se necesitan varias cosas, y cada una de ellas facilita, o dificulta, su transmisión. Lo primero es la habilidad del virus para transmitirse de persona a persona. Hay virus, como el del sarampión, que se transmite con una facilidad pasmosa. Otros virus no son tan hábiles en la transmisión y por tanto infectan menos.
Otro factor muy importante es el contacto entre la persona infectada y los demás. A mayor contacto más fácil es que el virus se trasmita a otros. Un ermitaño, por ejemplo, es muy difícil que se infecte por virus de trasmisión respiratoria, ya que no tiene contacto con personas infectadas.
El tercer punto importante es la capacidad de los contactos de infectarse. Así, un adulto no se contagia del sarampión aunque se ponga en contacto con un niño infectado porque en su día ya pasó la enfermedad o fue vacunado.
Todo esto es lo que mide el R0 efectivo –sobre el que habremos leído u oído en las noticias–. Este número indica el número de infecciones que provocará un sujeto infectado. Es, además, un número cambiante dependiendo de las interacciones sociales y el estado inmunológico de la población.
Imagínese que usted es un supercontagiador, es decir, que tiene una gran capacidad de contagiar a los de su alrededor. Contagiará menos si está en la playa de la Malvarrosa que en una discoteca, si lleva mascarilla que si no la lleva, o si trabaja en un despacho o en una oficina abierta. También dependerá de que la persona con la que tiene contacto se pueda contagiar. Si ha pasado ya la enfermedad, es muy difícil que se infecte de nuevo, por lo que su capacidad de contagio disminuirá.
Las vacunas han mostrado una efectividad superior al 80% para evitar los casos de COVID graves y la mortalidad. Pero también evitan la infección. Los vacunados tienen menos probabilidad de infectarse y por tanto de transmitir la infección, pero medir en cuánto lo hace es difícil. Lo que está claro es que cuanta más población se vacune, el virus tendrá más dificultades para transmitirse.
¿Qué proporción de la población debe vacunarse para que el virus deje de transmitirse?
Al principio de la pandemia se estimó que cuando el 60-70% de la población estuviese protegida (bien por la vacuna o por haber pasado ya la infección) se podría volver a la normalidad (se consigue la inmunidad de grupo). De ahí que se hable del 70% de vacunados.
Hoy en día hay dudas al respecto. Aspectos como la protección de la vacuna para evitar la infección, el lento desarrollo de los programas de vacunación, el desconocimiento de la duración de la protección por la vacuna y la aparición de nuevas cepas hacen que este número se esté elevando hasta casi el 80-85%.
Para conseguir una buena inmunidad de grupo, la vacunación debe incluir todas las edades y regiones. Con las noticias sobre la seguridad de las vacunas se puede perder la confianza en ellas. Los más jóvenes, con menor incidencia de enfermedades graves, pueden hacerse reticentes a vacunarse.
También la demora en la vacunación de los niños nos puede retrasar esa esperada inmunidad de grupo. Además, los países, incluso los continentes, no somos islas, y los virus no entienden de fronteras. Por lo que también es importante conseguir coberturas elevadas en los países en vías de desarrollo.
Convivencia con precaución
Con todo ello, hemos de esperar que el SARS-CoV-2 haya venido para quedarse con nosotros, y hasta que el virus y nosotros nos ‘adaptemos a convivir’ habrá que mantener las precauciones. Una relajación de las medidas de contención del virus puede provocar incrementos de la enfermedad. Es importante, en esta contención de la enfermedad, ir siempre por delante.
Los modelos matemáticos muestran que los retrasos en la adopción de medidas de control explican el porqué de que en algunos países la pandemia haya afectado más que en otros. Es crucial aislar al virus, que tenga las menores oportunidades para esparcirse entre nosotros.
Por tanto la vacuna va a ser una herramienta en la prevención de la infección, pero de momento siempre aliada al distanciamiento físico mediante el uso de mascarillas y restricciones de contactos.
Javier Díez, Jefe del Área de Investigación en Vacunas, Fisabio
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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