UN CONTAGIO DESDE EL CÁUCASO Por Eduardo Barajas Sandoval
Un contagio desde el Cáucaso

Por Eduardo Barajas Sandoval
Los desmontes de imperios dejan cuentas interminables por arreglar: acomodaciones territoriales arbitrarias, hechas en su momento desde capitales lejanas, para dividir y reinar, terminan por dejar naciones separadas y sometidas a poderes imposibles de aceptar, que mantienen latentes motivos de rebelión. Entre los herederos de esas arbitrariedades, unos siguen aferrados al dominio de territorios que no les corresponden y terminan por afectar derechos y libertades fundamentales de pueblos que no merecen vivir separados; otros luchan sin cesar por su autonomía y su libertad.
Dicen que Stalin ofreció Brandy Ararat, bebida legendaria, en alguna de las reuniones con sus aliados occidentales al final de la Segunda Guerra Mundial. En cada copa estaba encriptado el orgullo de la pertenencia de Armenia a la Unión Soviética, que dejó en manos de la entonces República Soviética de Azerbaiyán una región, Nagorno Karabaj, como “provincia autónoma”, habitada en su mayoría por armenios. Como para el poder comunista los factores religiosos no valían, pues estaba vedado el suministro de ese “opio” espiritual, no se tuvo en cuenta que se fomentaba un desencuentro en tierra de frontera entre musulmanes y cristianos. Los armenios habían sido los primeros en adoptar el cristianismo como religión de Estado, por allá en el año 300, en la tierra donde dicen que quedó en lo seco el Arca de Noé.
Bajo el peso de la “Pax Soviética”, las tensiones entre las dos comunidades se mantuvieron bajo control, aunque los armenios de Nagorno Karabaj insistieron siempre en su aspiración a formar parte de Armenia. Así aguantaron hasta 1991, cuando la nueva República de Azerbaiyán, recién salida de la Unión Soviética, acabó con el régimen de autonomía de la región. Un referendo organizado por el parlamento regional, que resultó a favor de la idea de formar parte de la nueva Armenia, también acabada de salir de la URSS, desató un enfrentamiento armado que dejó treinta mil muertos. Los armenios del Karabaj se quedaron con el control del territorio, lograron dominar un corredor que los conecta con Armenia, y declararon su propia república, que hasta 2017 se llamó Nagorno Karabaj, tierra alta de Karabaj, ahora República de Artsaj, apoyada de hecho solamente por el gobierno armenio.
Una tregua entre las partes, en vigor desde 1994, nunca ha dado paso a un arreglo verdadero del problema. Desde entonces, y hasta hoy, las dos repúblicas ex soviéticas se la han pasado en escaramuzas políticas y militares, con rupturas del cese del fuego, protagonizadas por alguien que nunca lo reconoce y más bien, como de costumbre, acusa al otro de haber sido el violador.
Cada vez que las cosas se agitan y, como ahora, se reviven las hostilidades, se desata una danza de potencias interesadas en ejercer su influencia para respaldar a sus amigos y mejorar sus credenciales de influencia regional. Rusia y Turquía encabezan el baile. La primera con la obligación de conciencia de heredera del poder soviético, mantiene buenas relaciones con ambas partes, pero ha sido siempre más cercana de Armenia, donde mantiene una base militar. La segunda, en busca de protagonismo, bajo el mando de su actual presidente, que se auto considera reivindicador del islam y campeón de la causa de los pueblos turcos, venidos todos del centro del Asia, apoya los intereses de Azerbaiyán.
Las aparentes afinidades de Rusia con Armenia no dejan de quitarle peso para obrar por su cuenta como componedora. El apoyo del presidente turco a Azerbaiyán, en abierto enfrentamiento con Armenia, con quien Turquía no tiene relaciones, revive las memorias, interpretaciones y tensiones propias de la tragedia del pueblo armenio, castigado a principios del Siglo XX por orden de las autoridades otomanas, mediante acciones que terminaron en un hecatombe humanitaria que los armenios y muchos otros denuncian como un genocidio, y que Turquía siempre ha negado. Razones por las cuales por ese lado quedan afectadas sus credenciales de facilitadora de paz.
Una propuesta sensata de búsqueda de solución, que traería de paso una lección de fortalecimiento democrático y de respeto por el principio de la libre determinación de los pueblos, no se ha abierto paso todavía. Ahí flota desde 2007, a instancias de la Organización para la Seguridad y la Cooperación Europea, una propuesta a cargo de un grupo, llamado de Minsk, conformado por Rusia, con todo y sus defectos, como antigua potencia imperial, Francia y los Estados Unidos, y que tiene como objetivo convencer a las partes de organizar una consulta que de una vez por todas aclare, con base en la voluntad popular, el estatus de la región. Sin perjuicio de que el resultado sea predecible, y precisamente por eso, se vislumbran obstáculos de origen turco y musulmán para entorpecer el proceso.
Como no existen instancias internacionales de valor universal, capaces de arreglar conflictos de esta índole, vuelven y juegan la indefinición democrática y la solución de los problemas por la vía de los hechos. Por eso la acción del grupo de Minsk podría evitar que se vuelvan a editar las acciones desordenadas con recurso al uso de la fuerza y nuevos ensayos de intervención de otras partes interesadas, como podría ser el caso de Irán, que encuentran oportunidad de fortalecer sus posiciones, influencia e intereses, al tiempo que despiertan memorias y reviven problemas que hacen más compleja la situación. De hecho, una alineación en una u otra fila se perfila como ingrediente que afecta la paz de los espíritus, en toda la región.
En medio de esos movimientos en torno a un problema que se desarrolla desde hace décadas a fuego lento, queda siempre la apelación a la voluntad de paz de los gobernantes. Mecanismo elemental que debería funcionar en diferentes regiones del mundo, en donde la prédica favorable a la convivencia y al respeto por los derechos humanos y las libertades individuales, así como la libre determinación de las comunidades, se puede convertir en realidad si hay quienes desde la cabeza de los gobiernos tengan la generosidad de ser consecuentes con compromisos elementales hacia la convivencia de la humanidad.
Nikol Pashinyan, de Armenia, e Ilham Aliyev de Azerbaiyán, habían acordado hace poco más de un año desescalar las tensiones y tomar medidas para preparar a sus respectivas poblaciones para la paz. De pronto, ante la contundencia de la tragedia de la guerra, que afecta a sus pueblos, un nuevo contacto directo entre los líderes de ambos países puede ser la clave del impulso de un proceso hacia la paz. Esfuerzo que debería ser refrendado por la consulta de la voluntad popular. Tarea generosa y democrática, aparentemente ilusa en los términos de animosidad con la que ejercen su oficio los políticos tradicionales, y sin duda difícil de realizar, pero ante la cual nadie se debería desanimar. Voluntad de paz entre pueblos destinados a vivir juntos y que, ante la inoperancia de instituciones o el alto costo de la intervención de terceros, permitiría salir de la crisis del Cáucaso y servir de ejemplo en otras partes del mundo.
Fuentes: El autor y https://www.elespectador.com/o pinion/un-contagio-desde-el-ca ucaso/
EL ESPECTADOR 12 de octubre de 2020
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